IMÁGENES DE LA CAPITAL DEL CIERZO / 13. 'ARTES & LETRAS'

Tendiendo puentes en una ciudad crecida en las dos orillas de un río

De cómo una pasarela facilitó a los zaragozanos atravesar el Ebro hace casi ochenta años

Imágenes de la capital del cierzo / 13
La pasarela sobre el Ebro a finales de los años 50.
Archivo Eduardo Escudero.

Nadie sabe a ciencia cierta quién lo inventó pero todos lo hemos practicado alguna que otra vez. Sería en tiempos de los romanos, o aún antes, cuando un zaragozano se sentara ocioso extramuros sin otro propósito que mirar y ensoñarse en la contemplación de la lámina de agua del río. Y, mira, así, sin quererlo, inventó algo parecido a un deporte local.

Con el tiempo, “bajar a mirar el Ebro” se convirtió, hasta hoy, en un pasatiempo habitual para muchos zaragozanos, particularmente cuando el río trae un caudal inusualmente bajo (o sea, cuando trae “un hilico”) o, por el contrario y mucho más excitante, “un buen trago” de agua, como aquella vez en 1643 en que la fuerza de la corriente se llevó por delante las dos arcadas centrales del puente de Piedra o, sin remontarnos tanto en el tiempo, en los dos primeros días de 1961, en que afectó gravemente a los barrios de la margen izquierda, Ranillas, la Ortilla y Jesús.

Así que, pues eso, que hacia 1960, fecha aproximada de la fotografía, muchos de nuestros antepasados, como puede apreciarse y a falta de televisión, móviles y redes sociales, se distraían mirando el Ebro. Muchos otros si se acercaban a él era porque necesitaban cruzarlo, algo que les era menester para realizar sus actividades laborales y agrícolas habituales, o para aprovisionarse de alimentos y otros elementos de necesidad.

La oferta de puentes que ofrecía la ciudad no era mucha, la verdad. Estaba el medieval, el de piedra, apto para el paso tanto de peatones como de vehículos con motor y semovientes; el de Nuestra Señora del Pilar (vulgo, de Hierro), finalizado en 1895; el del ferrocarril, en la zona de la Almozara, de 1870, cuyo diseño original no contemplaba andenes para el tránsito de viandantes, hecho que se subsanó en 1947... Y poco más. Mejor dicho, nada más.

Hubo antaño otro puente anterior, el de tablas, aguas abajo del de Piedra, varias veces arrasado por la fuerza de la corriente, otras tantas reconstruido y de cuya existencia quedaron el nombre de una calle en el barrio de Jesús, sus estribos de cemento en ambas orillas, parte de las bases ígneas (solamente visibles en época de estiaje) y, desde 2008, un mirador-memorial en la margen izquierda, al lado del antiguo molino.

Pero volvamos a la imagen. La pasarela. La pasarela, nunca puente, fue levantada por Bressel (Maquinista y Funciones del Ebro) entre 1940 y 1941 e inaugurada muy a finales de este último año con el loable fin de unir de una forma directa y cómoda a los habitantes del creciente rabal zaragozano con la zona del Mercado Nuevo, o Central, de Abastos. Cortó la cinta el entonces alcalde de la ciudad, Francisco Caballero, y supuso la desaparición, por obsoletas, de sus antecesoras, las barcas que, como la del tío Toni, realizaban a sirga o a motor la misma misión, la de poner en contacto las dos orillas a principios del siglo pasado.

Era como las actuales autopistas, explotada bajo concesión, y de pago. Cada viaje en uno u otro sentido, el pontazgo, varió con los tiempos desde los iniciales 10 hasta los finales 50 céntimos de peseta. Dejó de prestar su actividad en 1964, tres años antes de ser sustituida por el flamante y mucho más acorde con los tiempos puente de Santiago, magna obra de ingeniería construida durante seis largos años.

La salida de la pasarela hacia el antiguo paseo del Ebro, rebautizado posteriormente como de Echegaray y Caballero se realizaba en la zona de la antigua puerta de San Ildefonso, una de las doce tradicionales de la muralla, en este caso medieval, que no romana, de la ciudad.

A la dicha puerta se la conoció con varios nombres (de la Tripería, Imperial, postigo del Mercado o de Antonio Pérez) según las épocas; en la época que muestra la fotografía hacía más de medio siglo que había pasado a mejor vida.

En su lugar, la desembocadura de la avenida Imperial (hoy tramo final de la de César Augusto), surgida de la ampliación de la antigua calle de Antonio Pérez y que pretendía unir, muy a la moda desarrollista de la época, la puerta del Carmen con el camino a Huesca tirando de recta y llevándose por delante todo lo que menester fuere. Y a fe que casi lo consigue.

En el centro de la imagen, casi velada, la conocida silueta del torreón de la Zuda, o Azuda, recientemente reconstruido (bueno, mejor dicho, medio reconstruido medio recreado) en 1944 como parte del proceso de liberación del vecino lienzo de la muralla romana de los edificios anexos que la ocultaban a la vista de los zaragozanos.

Y, ¿qué más contar? Ah, sí, que también se ve la fachada menos vistosa de la iglesia de San Juan de los Panetes, de estilo barroco y construida hacia 1725.

Torreón y templo ocupaban, junto con otros elementos que no han llegado a nuestros días como el convento de Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad o la iglesia de San Antonio Abad, la esquina noroccidental del plano de la Zaragoza intramuros, aquella que, por su superior cota y dominio visual del flanco norte de la ciudad, fue elegida por los gobernantes de la época islámica para establecer su residencia. Con el paso de la ciudad a manos cristianas, la fortaleza fue cedida a la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén.

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