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Federico Fellini y José de Luis Villalonga: un diálogo-cuento de dos hipnotizadores

Elba publica una larga conversación del periodista, actor y aristócrata con el cineasta en torno la infancia, el mar, el circo, el amor y la religión

Fellini narra el cuento fascinante de su vida.
Giuletta Masina y Federico Fellini. Amor al cine, a la familia, al circo...
Cinecittà.

El pasado 20 de enero se cumplía un siglo del nacimiento de uno de los grandes magos del cine: Federico Fellini (Rímini, 1920- Roma, 1993), autor de películas tan diferentes como ‘Il Vitelloni’, ‘La dolce vita’, ‘La strada’, ‘Casanova’, ‘Ocho y medio’ o ‘Amarcord’. En 1972, José Luis de Vilallonga (1920-2007), y también estamos en su centenario, publicó en francés un libro de entrevistas, ‘Gold Gotha’, que se tradujo en España en Barral editores en 1974. Entre los textos figuraba una pieza excepcional: ‘Los espíritus de Fellini’, una entrevista-relato que acaba de reeditar en solitario el exquisito sello Elba, que dirige desde Barcelona Clara Pastor.

El prologuista Ernesto Hernandez-Busto define el texto como una entrevista-relato. Y lo es, desde el principio al final. Es como un cuento de ese formidable narrador que es Fellini, que explica muchas cosas de su vida, de su cine antes de que se dedicase al cine, de su forma de ver el mundo: la infancia, los padres, la ciudades (Rímini y Nápoles, Florencia y Roma, de la que dirá: "Mira a Roma y ámala como yo la amo. Pero nunca vengas a vivir aquí. En Roma, el hombre culpable olvida sus pecados"), los primeros amores, la fascinación por los culos de las mujeres y ese mito privado de La Saraghina, tan vivo en ‘Amarcord’ (dice Fellini: “Después de la Saraghina, solo he amado de manera serena a mujeres de gran trasero”), los cementerios y la muerte, el fascismo, el cómic, la caricatura o Giuletta Massina, la mujer de su vida.

¿Cómo se hizo esta diálogo de cuento, este reportaje fascinante? Parece una minuciosa elaboración que quizá el propio Fellini revisase. A Villalonga, un gran memorialista, también era aristócrata y actor (aparecía en ‘Giuletta de los espíritus’), Fellini lo llamaba Luigini y debían citarse a cualquier hora y en cualquier circunstancia: en medio de un rodaje, en un bar, en un paseo, pero también el cineasta lo llamaba a horas intempestivas para acotar un recuerdo, una imagen o unas cuantas ideas.

Fellini narra el cuento de su vida.
La actriz Eddra Gale como Saraghina en 'Ocho y medio'.
Archivo Heraldo.

Fellini dice que no inventa nada, pero se maneja a las mil maravillas en “la trampa del cuento fabuloso”, como apunta José Luis. Casi resulta difícil creerlo. Envuelve su vida en hechizo permanente, en puro deslumbramiento. Su existencia resulta tan excepcional como un cuento de hadas o de puro pánico, especialmente en relación con los sacerdotes y la iglesia. “Federico Fellini cuenta como se contaba antaño. Pausadamente. Maravillado. Tiene gestos que sirven para abrazar el mundo y miradas secretas que le sirven para ocultar su corazón. Son los gestos y miradas de un mago hipnotizador, o los de un trágico desiluisonado que se burlara con gracia de la verdadera trascendencia de su relato”. Agrega: “Cuenta salmodiando. Como una plañidera árabe o un bufón turcomano. ¿Sueña con los ojos abiertos? ¿Miente con toda su alma? ¿O tiene, sin más, reminiscencias, viejos sueños encantados de esos que se guardan toda la vida en algún cajón secreto de uno mismo”.

Rímini está vinculada a Ariosto y a Dante. Y a los nombres de los aristócratas italianos, que el niño repetía por las esquinas como un poema. Habla de la fascinación que sentía por el mar, el “mar-mujer. Más fuerte que los hombres que lo surcan. Más fuerte que su desconfianza”, ese espacio que será el territorio de acogida de “mujeres muy altas, con ojos de porcelana, rubias cabelleras al viento, muslos dorados, vientres planos y pechos firmes ya se bañan de mañana en el mar glacial”. Explica su fascinación por el ‘vitellone’, “indolente, pesimista por naturaleza, desilusionado, soñador en cierto modo, un sabio que desprecia la filosofía-, es un producto típicamente italiano”, que sería el equivalente al señorito español; le dedica varias páginas y dice que eran sus “amigos de infancia”, una infancia dominada por tres elementos: “el Mar, el Circo y la Iglesia”.

Narra sus sueños (soñó durante una época con una “diosa enigmática” y años después llegó a su vida: era Anita Ekberg), describe la vida licenciosa de los turistas, la relación con su padre, que al final de su vida se convirtió “en un ferviente admirador de mis películas”, o la figura de su tío Alboino, interesado por el ocultismo.

Las páginas dedicadas a la misteriosa Saraghina, que era un espectáculo para los niños, son extraordinarias. Un cuento fantástico donde se alían el despertar, el asombro, la desmesura y la curiosidad del erotismo. La mujer del culo más grande del mundo, que lo exhibía ante los chicos, también cosía y descosía redes, y tenía “una voz de niña. Un hilo de voz. Muy puro, muy claro, muy tierno. Por un instante amé a la Saraghina”. Con ella, confiesa, descubrió el pecado a los ocho años. Fellini, consciente tal vez de que su copioso anecdotario no es fácil de asimilar, dice a su interlocutor: “¡Te juro que soy absolutamente incapaz de inventar!”.

Otro de los episodios que conmueven es cuando cuenta el entierro de su abuela y recorre la paz del cementerio. Allí descubrió “un mundo donde todo es posible, digno, fácil y tranquilizador. El mundo de los muertos”. Agrega: “Para mí, la Muerte debe suponer un nuevo comienzo. ¿Cuál sería, de lo contrario, el significado de nuestra vida? Volví muy a menudo al cementerio de mi abuela. Continúa siendo el mismo oasis de paz y de olvido. El lugar ideal para meditar y soñar. Quizás, también, el único lugar sobre la tierra donde conocía instantes que rozaron la perfección”.

Fellini narra el cuento de su vida.
Uno de los dibujos de Federico Fellini.
Federico Fellini.

Su historia de amor con Bianchina, su primera novia, es conmovedora. Es embrujo, pasión y desilusión, una auténtica película de las ilusiones de la adolescencia. Dice: “A Bianchina le gustaban los cuentos con locura. Descubrí con éxtasis que la vida es más real cuando se cuenta que cuando se sufre. Así que yo contaba y contaba… Bianchina me escuchaba, asombrada”. Y una conclusión que extrae de aquella experiencia a los quince años, que incluye fuga de casa y un viaje en tren: “Comprendí, de manera misteriosa, que el amor que se siente hacia una mujer es directamente proporcional a la fascinación que ella siente por nosotros. Si la admiración mata al amor, porque es fruto de la razón, la fascinación lo exacerba, porque procede del alma”.

‘Los espíritus de Fellini’ avanza y avanza con una atmósfera mediterránea de ‘Las mil y una noches’. Y se cierra sin que casi aparezca el cine. Antes hubo muchas más cosas: el dibujo, la caricatura, la publicidad, el periodismo, Mussolini, y una inesperada aparición femenina: Giulietta Masina, a la que amó de inmediato tras escucharla en la radio.

Una última confesión que es en sí misma un poema: “Me gusta tanto la noche. La noche es la parada definitiva de las inquietudes de la vida. Imagino la muerte parecido a esto, con estrellas, árboles, una luna siempre redonda y casas habitadas por espectros discretos”. En este libro, breve y magistral, esos espectros hablan todos en la voz de Fellini y de Villalonga, que es, por lo menos, un testigo muy activo, “contradictorio, esteta, vividor”, y un “holgazán que trabajaba mucho”, tal como lo definió el poeta y crítico literario Luis Antonio de Villena.

LA FICHA

‘Los espíritus de Fellini. Un café en Piazza Navona’. José Luis de Vilallonga. Traducción de Eduardo Gudiño Kieffer. Prólogo de Ernesto Hernández Busto. Elba. Colección Minor. Barcelona, 2020. 117 páginas.

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