literatura. cuentos contra el virus

'En nombre de Milagros', un relato de Ángela Labordeta

La escritora retrata el clima de opresión y agobio en el que viven una madre y su hija en una atmósfera que hace pensar en la sinrazón y la cuarentena

Ángela Labordeta. Cuentos contra el virus.
Ángela Labordeta, por la vía simbólica, retrata esos duros días de confinamiento.
Víctor Meneses.

Le contaron, cuando tuvo edad para comprender, que nació en un tiempo pasado donde la muerte era el sonido de todas las melodías, porque los días eran el decálogo de miles de rostros frustrados por el miedo y las noches despertares en medio de ciudades mudas. Le dijeron que había nacido un 16 de abril del año 2020 en la parte de un hospital que invitaba a niños y a niñas como ella a una vida de la que se desconocía el futuro más inmediato, porque en la otra parte de esos mismos hospitales, allí donde reinaba el caos y el miedo, los enfermos se aferraban con épica fuerza a sus manos y a su aliento para escapar del vértigo de ponerle nombre y rostro a la muerte.

En aquellos días, le explicaron, las vidas que llegaban eran el bálsamo de todos los bálsamos posibles, porque esas vidas, vuestras vidas, le dijeron, nos indicaban que un día todo volvería a ser normal y en la calle se oirían voces y en la noche risas y en el calor del verano cuerpos desnudos. Le hablaron de un miedo que era como una gran ola que todo lo arrasó en esos días que fueron duelo y confinamiento y le explicaron que por eso su mamá le puso el nombre de Milagros y cuando les dieron el alta y se fueron a casa, una casa de la que no podían salir, su mamá le cantaba una y otra vez una canción con la que Milagros había crecido y detestaba. "Tu voz, Milagros, será el milagro que nos salvé de toda esta desazón; tu voz, Milagros, será el milagro que nos permita regresar a nuestra otra vida". Milagros la escuchaba, igual que escuchaba todo lo que le decían, pero la verdad es que ella hablaba muy poco, se puede decir que no hablaba casi nada.

No era muda ni sorda, nada de eso, simplemente apenas hablaba, no le interesaba y la mamá de Milagros anduvo muy preocupada hasta que los médicos le dijeron que eso era algo normal, porque ella había nacido en los tiempos del silencio y su forma de relacionarse con el mundo nada tenía que ver con los encuentros colectivos de aquella otra época, donde hablar y cantar era el hecho que los construía y definía. Su hija, le explicaron, tiene amigos de forma ‘on line’, se comunica a través de redes y de pantallas que son repeticiones infinitas de imágenes con ciudades casi sin vida en sus calles y por todo ello su hija lee, estudia, juega y se relaciona sin necesidad de hablar. "Las palabras que se hablan son para ella un estorbo", le explicaron.

Pero la mamá de Milagros no renunció y le siguió contando cómo era esa vida de bullicio y risas que existió antes de que ella naciera y le habló de las bodas con cientos y cientos de personas riendo, bailando, besándose; de las playas llenas de miles de personas que convivían durante horas sin distancia de seguridad alguna; de los lugares cerrados y arrebatados para el ocio y la conversación y sobre todo le habló de esa vida que se vivía en las calles y se disfrutaba en instantes de cuerpo sobre cuerpo.

Milagros no entendía las palabras de su madre y simplemente pensaba que su mamá estaba loca y que ese mundo del que hablaba jamás había existido y que si hubiera existido alguna vez, se decía a sí misma, lo mejor es que no volviera a existir nunca, porque para Milagros no había nada más patético que un mundo donde los besos no responden a razones poderosas, donde las palabras que se hablan se malgastan en el aire por su gran ineficacia y su falta de verdad y donde las pasiones incontroladas son la respuesta a una mundo sin normas ni horarios.

Y así pasaron los años y la mamá de Milagros fue desistiendo y poco a poco dejó de hablar, dejó de cantar y olvidó esa otra vida que a veces invadía sus sueños y le reportaba la mayor de las felicidades que pudiera recordar haber vivido nunca.

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