Encadenados, un relato de Olga Bernad

No supo exactamente en qué momento su cerebro de nómada o cazador se hartó del bienestar...

Encadenados, Olga Bernad
Encadenados, Olga Bernad
Víctor Meneses

Se alegró cuando anunciaron el confinamiento. Los últimos meses en el trabajo fueron terribles y él se había sentido como un espermatozoide corriendo en un maratón atroz. Se merecía el descanso. Eran ya muchos años levantándose a golpe de despertador y dejarse caer cada noche en la cama sin horarios resultaba ahora tan dulce como entrar en una piscina caliente muy despacio. Estaba preocupado por el exterior, claro, pero el egoísmo del hombre, o su amor a la vida, es inagotable. Algo en nuestra mente está preparado para disfrutar de toda situación mientras la fatalidad nos respete. Su mujer también estaba contenta, aunque fuese tenuemente vergonzoso notarlo y ambos lo disimulasen. Pero lo sabían. Mañanas en paz, un poco de deporte, largas sobremesas, sexo en las siestas, películas y películas, tardes en la inmensa terraza, noches de lectura. Lo que nunca habían tenido tiempo de hacer ni siquiera en vacaciones, cuando otras urgencias los importunaban con su convencional y neurótica llamada a la acción.

Sin embargo, ocurrió.

No supo exactamente en qué momento su cerebro de nómada o cazador se hartó del bienestar. Quizá fue aquella mañana, cuando guardando los periódicos atrasados vio por azar un anuncio: «Bárbara, sumisa y complaciente», decía. No prestó atención, pero por la tarde, mientras se acostaba con su mujer, la imagen de unos ojos ardientes y peligrosos le asaltó por un momento. «Átame», decía Bárbara. Y él, en su mente, la ató.

En la ducha volvió a recordarla y se echó a reír. Todavía no era una obsesión. Pero a los dos días se sorprendió fabulando con ella mientras miraba una película que no podía atender. «Encadéname y te hablaré en cualquier idioma», decía. «Ven», decía. Esa mujer no iba a callarse jamás.

Empezó a disimular como quien es culpable de algo indefinido. Se alejó de su esposa con la excusa de trabajar más y los pequeños placeres cotidianos que habían resultado deliciosos durante diecinueve días perdieron el sabor como un chicle demasiado masticado. Sólo pensaba en Bárbara, atada y húmeda, solícita y valiente, bella y dura. Violentamente tierna. Sola allí al fondo de sus ojos. Esperando.

La vigesimoséptima noche pensó en llamarla. «Qué más da, no te atormentes. No eres un criminal». Dudó. Lo dejó estar. Finalmente llamó. Una voz le anunció que ese número no existía. Entonces lloró. Lloró por Bárbara. Lloró por él.

Al cumplirse 36 días del confinamiento, decidió emborracharse. Bajó al sótano a buscar una cadena y dos cuerdas. «No lo voy a hacer», pronunció; pero Bárbara decía «házmelo», decía, «átame», y empezaba a enfadarle su debilidad.

Su mujer apenas se despertó mientras le sujetaba las manos al cabecero, sin embargo pataleaba fuertemente cuando le encadenó las piernas a la cama. Le tapó la boca con eficacia. Y la miró. En el fascinante espanto de sus ojos estaba Bárbara, allí al fondo, suplicando ser real, diciendo «dame todo lo que tienes».

A la mañana siguiente le costó decidirse a abrir los ojos. Tenía miedo de que su mundo se hubiera perdido para siempre.

Cuando fue a la cocina, su mujer estaba allí preparando café y dándole perezosamente los buenos días. «Lo he soñado», pensó con alivio. Pero al darse la vuelta, su pómulo lucía con nitidez y algo parecido a la arrogancia un morado pavoroso. Entonces lo miró con una dureza indescriptible: «Voy a comprarme el coche que siempre he querido. Tengo ganas de estrenarlo cuando esto acabe». Él no supo qué pensar, pero bajó la cabeza y dijo «sí». Y se estremeció de placer y de dolor.

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