literatura. cuentos contra el virus

'Coltellino svizzero', un viaje a la infancia soñada de Santiago Gascón

El autor de 'Manila' cuenta la historia de Tomasso y su padre, emigrante en Suiza, en medio de pintorescos personajes

Santiago Gascón. Cuentos contra el virus.
Santiago Gascón imagina a un niño italiano e imaginativo.
Víctor Meneses.

Yo era muy chico cuando padre se fue a Suiza. Tan pequeño que ni siquiera sabía dónde estaba aquel lugar. Por entonces, ni mi familia ni nadie me llamaba por mi nombre, Tomasso, sino por el apodo que me dio el abuelo, Bolscevico, sin que yo supiera nunca por qué. Preguntaba que si Suiza estaría más allá de los montes y se reían de mí. Y más y más allá, decían, más allá incluso de los Grandes Alpes. Para mí era lo mismo que si fuera otro planeta.

Por aquellos días, todos lloraban. Lloraba mi madre y la abuela Francesca, también lloró mi tía Caeli, incluso Antonella, la de los cabreros.

Mi padre no soltaba una lágrima. Entonces no sabía hacerlas. Fui con él, casa por casa, para despedirse. La gente le abrazaba tan fuerte que pensé que en Suiza habría una guerra.

Me sentía importante en la escuela. Éramos cinco quienes teníamos a nuestros padres en el extranjero y, decían, que aquel era el país del chocolate.

Recibíamos carta casi todos los días. Los lunes llegaban dos, y las llevaba a la escuela.

El maestro señalaba en un mapa dónde estaban las montañas y dónde Suiza.

Mi padre regresó el día de Nochebuena. No aguantó allí ni cuatro meses. Me lo encontré en la cocina aquella mañana. Abrazaba a mi madre y le pedía perdón, como yo cuando hacía una trastada. Sobre la mesa había un bloque enorme de chocolate, un mazacote como de tres ladrillos juntos. Cuando se soltó de los brazos de mi madre, dio varios golpes sobre el bloque con un martillo y lo redujo a pedazos. Los metió en un saco y salió a la calle. Fui tras él y recorrimos las mismas casas que habíamos visitado en su despedida. Todas menos la de los cabreros. Le abrazaban como aquel día, y les entregaba un pedazo de chocolate. Era todo lo que había traído de aquel viaje.

La gente le preguntaba que qué tal por allá, pero él no podía hablar. Se le hacía un nudo en la garganta, decía, y no quería acabar llorando, porque ya había aprendido a hacerlo. Y entonces se quedaba mirando el chocolate sin decir nada.

La última visita fue a la casa de don Romano. Nos recibió la criada, nos miró de arriba abajo y al fin dijo que el señor no se encontraba. Mi padre le entregó otro pedazo de chocolate y un paquetito. Ella lo abrió, como si desconfiara. Era una navaja preciosa. Una navaja roja con una cruz blanca en una de sus cachas. Se abría y salía, además de un cuchillo, un destornillador, una tijera y un abrebotellas.

Le pidió a la sirvienta que le dijera a don Romano que había vuelto. Que sentía lo ocurrido, que ya no pensaba como antes, que, si tenía trabajo, le avisara, que él, ya lo sabían, podía hacer casi de todo.

Pero no había nada que hacer en el pueblo y hasta las mujeres emigraban a donde fuera. Antonella se fue a Milán. A servir, dijo mi abuela. De puta, decían en la taberna, porque su padre los había puesto en la calle, a ella y a la criatura.

Antes de irse a Suiza, mi padre era de escasas palabras. Cuando regresó no hablaba nada.

Don Romano no le llamó, ni le dio ningún recado a mi madre, que limpiaba en su casa y en algunas otras.

Mi padre pasaba las horas en la taberna. A veces le pedían que les hablara de Suiza.

Entonces respiraba hondo y se quedaba ausente, como si fuera a descubrir un mundo. Pero volvía a agolpársele esa cosa en la garganta y siempre había alguien que le acercaba una copa.

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