literatura. cuentos contra el virus

'Las paredes de casa', un relato de Jordi Siracusa

El autor de 'Pingüinos en París' escribe una narración donde se mezclan lo cotidiano con los fantasmas del cine y del virus

Jordi Siracusa. Cuentos contra el virus.
Fotograma de la película 'Sunset Boulevard' de Billy Wilder, con Gloria Swanson y William Holden, que inspira a Jordi Siracusa.
Archivo Heraldo.

Las paredes de casa tienen el encanto de lo habitual y el misterio de los paisajes sorprendentes. Cada detalle de un cuadro, de un objeto decorativo y sobre todo de un libro, abren un sinfín de posibilidades para el recuerdo, el descubrimiento y el sentimiento. Sin embargo, los interiores de nuestros hogares, de puro cotidianos, como diría Antonio Machado, no tienen digno cantor a pesar del carácter evocador de nuestra propia historia. Y nos pasan desapercibidos.

Un suceso inesperado pero previsible, tal y como va el mundo, nos ha confinado en casa como a caracoles dentro de su concha espiral. Un maldito virus, un tal Covid-19, hermano y heredero de otros, y ancestro de latentes mutantes, ha desafiado nuestro estatus y nos ha recluido en el hogar. Y me he encerrado obediente entre estas paredes sin imaginar las consecuencias.

Sentado en el salón, en una curva constante que se desvía de mí mismo, observo girar toda mi vida. Objetos de dos docenas de rincones del mundo me llaman de nuevo a la aventura y a la visita; páginas de libros ya leídos, acuden tentadoras al repaso; canciones de recuerdos de juventud me obligan a mover las caderas; viejos escritos olvidados, algunos muy justamente, reclaman su salida del ostracismo. No quiero asustarme, pero parece que todos se hayan puesto de acuerdo: fotos, discos, suvenires de mil procedencias y mi colección de soldados de plomo reclaman con insistencia mi atención, no me dejan ni tan siquiera escuchar con tranquilidad el “parte de guerra” de directores ministeriales, generales, comisarios bigotudos y secretarias de transportes. Me piden que les mime, les lea, les saque el polvo y vuelva a reír y a llorar con ellos y con ellas. Como esas fotos que me recuerdan el paso del tiempo y de las que un ‘fotoshop’ misterioso ha borrado arrugas, surcos y papadas. Solo se apaciguan si me pongo a visionar una buena película antigua, entonces se sientan conmigo o buscan una buena perspectiva para acompañarme y reencontrarse de nuevo con Marilyn, con James Dean o con la Garbo.

Salgo a la terraza en busca del tibio sol o para aplaudir a las ocho crepusculares. No sirve de nada, desde el interior de casa se escuchan voces y murmullos que van creciendo hasta hacerme regresar con ellos. Los marcos de las fotos repiquetean, los folios bailan la danza de las páginas en blanco, las canciones suenan sin necesidad de reproductores y los soldaditos se preparan para batallas incruentas. Y acudo, tal vez no con la premura que desearían, pero si con la presteza del deudor. Porque a todos les debo algo: un instante, una disculpa, un gesto, una caricia, un beso sobre el cristal de un pasado feliz. A todos y a todas.

No obstante, tumbado en mi cama, recapacito. Esto no puede seguir así, me digo. Más pronto que tarde podré salir de nuevo a la calle, viajar, perderme en mí mismo, volver a la mar… Desde los más recónditos rincones de casa sé que me miran, saben lo que pienso y que este momentáneo y particular estado terminará y les devolveré a su función decorativa.

Esta mañana, tal vez adivinando los pensamientos de la noche anterior, las paredes de mi casa han comenzado una lenta pero inexorable contracción. Es como en un ‘Big Crunch’ doméstico que terminará con la implosión total de mi hogar. Apenas puede notarse porque todo se contrae a la vez, pero observo que las cuartillas ya no lo son y algún que otro general de plomo ya es solo coronel. El ‘slowly’ del llorado Aute, suena más lento y los balones ya no son reglamentarios. Solo hay una excepción, las plantas; quizás porque son seres vivos. Por fortuna en casa no hay bichos. Pero pienso y con razón, que si el maldito Covid entra se volverá enorme entre el encogimiento mural. Asustado compruebo, cuando el doctor Simón habla desde el salón de su casa, que a la cortina verde que le cubre la retaguardia ya le faltan un par de pliegues; y él no parece advertirlo.

Pero la esperanzadora noticia de que la curva ascendente ha llegado a su límite, paraliza milagrosamente el encogimiento general y el anuncio de la baja de contagios coincide con un ligero ensanchamiento mural, el soldado de plomo ha recuperado su estrella de general y los balones alcanzan su grosor competitivo.

Al parecer pronto podremos regresar a los parques y se abrirán las grandes alamedas que cantara Allende. Los objetos me miran interrogantes. Les sonrió y les prometo dedicarles tiempo. Juntos buscamos la mejor perspectiva para no perdernos ni un detalle de ‘Sunset Boulevard’, ni un gesto de la Swanson.

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