literatura. cuentos contra el virus. 16

'Flores de escarcha', un relato del narrador Julio José Ordovás

El autor de 'El Anticuerpo' y 'Paraíso Alto' cuenta, en forma de carta, el retorno al mundo rural

Julio José Ordovás. Cuentos contra el virus / 16
Una ilustración para la carta de Julio José Ordovás
Víctor Meneses.

Te dije que sentía nostalgia del frío cuando me preguntaste por qué motivo había decidido abandonar Madrid y regresar al pueblo. Bromeaste: ¿te parece poco el frío que está haciendo? No te faltaba razón, estábamos a principios de octubre y los termómetros registraban esos días temperaturas más propias del invierno que del otoño. Cansados de pelear contra el viento, habíamos renunciado a seguir paseando y entramos en una cafetería de la calle del Molino de Viento. Tenías prisa, habías quedado a cenar con tus compañeros y compañeras del trabajo en un restaurante recién inaugurado en Huertas. 

Me estaba despidiendo de ti, tal vez para siempre, y esperaba que al menos me cogieras la mano y me miraras a los ojos, pero tú no despegaste las manos ni la vista de tu ostentoso móvil nuevo. También esperaba que me dijeras: no te vayas. Pero todo lo que dijiste fue: tengo que irme o llegaré tarde. Y le diste un largo trago a tu cerveza y le pediste la cuenta al camarero. Mañana te llamo, dijiste, y me dejaste allí y te fuiste a toda prisa. Cuando me llamaste, dos o tres días después, no me preguntaste si seguía decidida a abandonar Madrid o había cambiado de opinión ni te ofreciste a echarme una mano con la mudanza cuando te comenté que estaba embalando mis cosas. Solo te interesaba contarme lo bien que habíais cenado y lo bien que lo habíais pasado después de la cena.

Juré que no volverías a saber nada de mí. Pero no soy una mujer de palabra. Hace unos cuantos años también juré que nunca volvería al pueblo y, ya ves, aquí estoy.

Desde que llegué al pueblo no he parado ni un minuto. La casa de mi padre es muy grande, tan grande como solitaria, y durante el tiempo que ha estado cerrada se ha llenado de sombras y de telarañas. Las telarañas es fácil quitarlas, pero las sombras no se van.

Mi padre se hizo construir esta casa en 1946 con piedras traídas de una cantera cercana. Antes de la guerra mi padre era un muerto de hambre y diez años después se había convertido en uno de los hombres más ricos de la comarca. Cómo lo consiguió es un misterio que dio lugar a todo tipo de especulaciones. En la escuela me preguntaban si era verdad que mi padre había encontrado un tesoro en los alrededores de la ermita de la Virgen de la Langosta y yo no sabía qué decirles. Registré todos los rincones de la casa y removí la tierra del jardín sin encontrar ni una sola moneda de oro. Sin embargo, al leer de niña ‘La isla del tesoro’ me di cuenta de que el miedo que tenía aquel viejo y borracho pirata al que le atravesaba la cara una cicatriz de blancura siniestra, el capitán Bill Jones, era el mismo miedo que, cada noche, le hacía cerrar a mi padre todas las puertas y ventanas de la casa. Aunque mi padre recibía de vez en cuando visitas de gente extraña, nunca vino a casa un pirata con pata de palo para entregarle la mota negra. Murió de viejo, en su cama de hierro, tras pedirnos a mi tía Mercedes y a mí que abandonáramos la habitación y lo dejáramos solo, con una fotografía de mi madre temblándole en las manos.

No he olvidado el olor a tabaco negro de las manos de mi padre ni la aspereza de sus caricias. Era un hombre adusto, como el paisaje de este pueblo. La mañana que murió hacía mucho frío y en la ventana de su habitación había flores de escarcha. Esta mañana, cuando me he despertado, también había flores de escarcha en la ventana de mi dormitorio. Las he rascado un poco, como hice el día que murió mi padre, y he sentido bajo las uñas la misma sensación extraordinaria, imposible de explicar, que sentí entonces.

Pensarás que me he vuelto loca. Piensa lo que quieras. Me da igual.

Besos escarchados,

Isis.

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