literatura. cuentos contra el virus / 11

'La abuela y el mar', un cuento de José Luis Rodríguez García

El premio 'Artes y Letras' de Literatura de 2019 escribe un cuento de sesgo biográfico y trasfondo rural, vinculado a su abuela y a un calendario

José Luis Rodríguez. Cuentos contra el virus / 11
Ilustración para la obra de José Luis Rodríguez García
Víctor Meneses.

Sentada en silla de anea y oteando el cielo por el estrecho ventanuco de la cocina: así recuerdo a la abuela Zoila… Yo iba a regar y allí la dejaba, sosteniendo en su regazo la hoja del calendario de Harinas Zapico que correspondía al mes de agosto de no sé qué año… No tenía el recuerdo de otro mes, sólo el de un agosto ilustrado por el mar embravecido del que yo sólo había oído hablar al maestro cuando daba clases de geografía. Y la abuela estaba igual cuando regresaba sudoroso y cansado, aunque sabía que había trajinado porque la cazuela de barro estaba rebosante con las sopas de ajo y la mesa dispuesta con el menaje de madera. Y mi abuela, sentada, aferrada a la hoja del calendario con la reproducción del mar encabritado y fulgurante de olas blancas.

De vez en cuando, llegaba el cartero haciendo sonar su trompetín y sabíamos entonces que había carta de mis padres que se habían ido a trabajar a Alemania a comienzos de los sesenta y que retornaban al pueblucho un verano cada dos. Zoila, aventuras de su hijo, gritaba socarrón el sinvergüenza. Se me iban difumando los rasgos de mis padres porque la distancia lo pudre todo, y, aunque la abuela también envejecía, la seguía descubriendo como siempre, estatua de piedra abrazaba a la hoja del calendario de Harinas Zapico.

Fue un día de enero, cuando los Reyes, que le dije a la abuela que la llevaría al mar en el verano próximo. Levantó la vista, lagrimeó como una perra que sabe que va a morir, y asintió con una sonrisa clavando su mirada en la hoja del calendario. Se lo prometí porque nadie debe morir sin alcanzar un sueño. 

Acaso fuera la primera vez que sonreía la abuela desde que los falangistas se llevaron al abuelo en una noche de relámpagos y odio. Por mi parte, lo fui preparando todo minuciosamente. Haríamos una parada a medio camino en una pensión que estaba en Cabezón de la Sal. La elegí al azar porque yo sólo había salido de mi pueblo en sueños. El tiempo transcurrió volando. La abuela parecía nerviosa, cada día más inquieta. Un domingo se le cayó la cazuela con la sopa del cocido y se puso a llorar como una niña. La tropa del pueblo se reía cuando les contaba mis propósitos porque suponían que yo estaba pergeñando una escapada con alguna vecina de algún pueblo limítrofe o de Benavente donde llevaba todos los años los corderos para vender antes de las navidades. Nos emborrachábamos y yo juraba y perjuraba que les traería una foto de ambos en la orilla, mirando al milagro que debe ser el mar.

La noche en el pueblo extraño la pasamos insomnes, silenciosos en las camas de metal que crujían como si fueran animales. Era mediodía cuando la camioneta Dodge arrancó. Dimos mil vueltas por caminos de tierra y carreteras estrechas donde las vacas tranquilas imponían su territorio. Estaba nervioso y comprendí que me había perdido en aquel laberinto de caminos, ilusionados y hambrientos ambos. No llegaríamos al mar.

Y entonces sucedió algo milagroso: en el horizonte comenzó a dibujarse una densa niebla esquivando la envidia de las cumbres. Se elevaba como un ángel inmenso desplazándose de aquí para allá, como las olas que ilustraban la página del almanaque que la abuela Zoida abrazaba con ahínco, ahora muy nerviosa.

-Mira, abuela, el mar… -indiqué señalando la niebla.

La abuela, sin salir de la furgoneta, asintió maravillada clavando su mirada azul en la niebla que jugaba con las cumbres.

-El mar… -musitó.

Estuvimos detenidos largo rato en el maldito camino de tierra.

-Ya podemos volver, Gumersindo -dijo muy convencida-. Era como me lo imaginaba, el mar, digo.

Rasgó con cariño la hoja del calendario de Harinas Zapico. Y reposó su cabeza canosa en el respaldo del asiento.

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