LITERATURA. CUENTOS CONTRA EL VIRUS / 2

'El camino de Alméndora', un cuento de Cristina Grande

La autora de 'La novia parapente', 'Dirección noche' y 'Naturaleza infiel' publica un intimista, lleno de evocación y magia cotidiana

Cristina Grande.
Cristina Grande siente que su padre haya desaparecido demasiado joven.
Guillermo Mestre

'El camino de Alméndora'

El camino de Alméndora iba más o menos paralelo a la carretera que llevaba al colegio. Era un camino de tierra, bordeado de árboles frutales y arbustos bajos que ocupaban parte del sendero. Junto al sendero discurría una acequia de riego para los huertos. Se oía el piar de los pájaros mañana y tarde. No circulaban vehículos por allí, a no ser algún tractor pequeño o alguna Mobillette como la que tenía mi abuelo bajo el cobertizo. Así que todo eran ventajas frente a la carretera, que también era bonita de verdad, pues discurría entre altos y frondosos castaños de indias.

En otoño, ya empezado el curso, las cunetas de la carretera se llenaban de castañas que, al pisarlas, nos hacían resbalar de vez en cuando. Cada comienzo de curso guardaba una castaña, la más bonita que encontrase, en mi estuche de lápices y rotuladores. En la base de la castaña, en esa especie de luneta blanquecina que caracteriza las castañas incomibles, ponía la fecha de la recogida. Era mi amuleto. Con los años la castaña iba perdiendo su brillo, se secaba un poco pero, por lo demás, se conservaba muy bien. A esas castañas las llamábamos pilongas, aunque no lo fueran.

Ni a nuestras madres ni a las monjas les gustaba que fuéramos por el camino de Alméndora. Preferían la carretera, la LR-202, a pesar de las castañas y del peligro de atropello –los arcenes eran estrechos, como la misma carretera, una comarcal sin señalización horizontal que moría en Anguciana, a unos cuatro kilómetros de Haro-. Porque era preferible ser atropelladas a ser violadas. No nos lo decían así de claro pero se rumoreaba que había pervertidos, exhibicionistas que salían al encuentro de las alumnas como el lobo de Caperucita. Una vez vimos a uno de esos lobos mientras recogíamos castañas por la carretera. Era un hombre que subido en un terraplén cercano a la cuneta sostenía entre las manos un panecillo blanco a la altura de la bragueta del pantalón. Un panecillo es lo que yo vi. Mis compañeras, sin embargo, que tenían mejor vista, se pusieron a gritar y salieron corriendo. Yo corrí también, sin saber muy bien a qué se debía tanto alboroto. Pisé una castaña rodante y caí al suelo. Miré hacia atrás pero el lobo había desaparecido. Poco después me pusieron gafas.

No me gustaba llevar gafas. Eran incómodas, un estorbo. Me las quitaba en cuanto salía de casa y solía llevarlas en el bolsillo del abrigo, o de la chaqueta, según la época del año. La primera vez que me emborraché llevaba gabardina, como el exhibicionista del terraplén. Me caí al suelo sobre el costado derecho y pensé que se me habrían roto las gafas. Las saqué con cuidado del bolsillo y estaban intactas. Unos segundos después, con ellas en la mano, ambos cristales saltaron por los aires, como si hubiesen recibido un disparo. Mis padres no me riñeron. Pusieron nuevos cristales, aún más gruesos que los anteriores, y yo seguí llevando las gafas en cualquier bolsillo. O las metía casi a presión en el estuche junto a los rotuladores y la castaña pilonga.

Nunca sucedió nada malo en el camino de Alméndora. Ni siquiera me caí ni nada. A veces, en verano, también íbamos por allí merodeando en busca de peligros y aventuras, y nos deteníamos a comer alguna manzana o algún melocotón áspero de los árboles que nos salían al encuentro. No había lobos y, en el fondo del alma, sentíamos cierta decepción. Veinte o treinta años después el camino de Alméndora se convirtió en una vía asfaltada para una urbanización de chalés que se construyó de la noche a la mañana. Y no quedaron frutales, ni caperucitas, ni acequia, ni nada. Sólo unos cuantos recuerdos tan bien conservados como la pilonga en la que aún se lee “año1974”.

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