Picasso, el reproductor de arte (6)

Ni pasado ni futuro

Tras el cubismo surgen variantes como el neocubismo, Picasso lo había intuido y empieza a compaginar cuadros cubistas con pinturas realistas.

'Tres músicos', de Pablo Picasso (1921)
'Tres músicos', de Pablo Picasso (1921)
Heraldo

En 1919 el cubismo sigue siendo el primer estilo original de siglo XX, pero su pujanza ha decaído. Comienzan a surgir variantes, como el neocubismo o el cubismo francés, lo cual demuestra que se ha convertido en un estilo más, integrado en las vanguardias de comienzos del XX. Así lo certifica Blaise Cendrars: “Hay un nuevo sentido de la belleza, la fórmula, las fórmulas cubistas no son suficientes”. Y es que la realidad y el arte resultan mucho más complejos que cualquier fórmula. Picasso había intuido esta circunstancia casi desde el primer momento, cuando empieza a compaginar cuadros cubistas con pinturas realistas.

Con Olga Khoklova, el pintor se traslada definitivamente al 23 de la calle La Boetie, a una casa colindante con la galería del marchante judío Paul Rosenberg, con quien ella ha trabado amistad. En la planta baja vive la pareja y en la superior se instala el estudio de pintura, que pronto se convierte en el mismo caos que los estudios de Bateau Lavoir y de Montrouge. Lo primero que hace Picasso es colgar de las paredes su colección de cuadros de Rousseau, Cezanne, Matisse, Juan Gris, Renoir, Braque, Derain…, así como sus esculturas africanas. Ella no sube jamás al piso superior, es él quien baja al piso de abajo.

El marchante Wilhelm Uhde, que visitó en cierta ocasión la galería de Rosenberg, al ver los cuadros ingrescos de Picasso afirma: “¿Qué significan estos cuadros? ¿Son un intermedio, un juego bonito pero sin trascendencia, en que se ha complacido la mano mientras descansaba el alma, fatigada por el camino recorrido?”

Las palabras de Uhde encierran otra teoría: el esfuerzo investigador que ha supuesto el cubismo ha hecho que Picasso repose pintando cuadros realistas, lo cual resulta en apariencia más fácil. Pero lo cierto es que ese realismo a lo Ingres durará poco, porque el Picasso de la calle de la Boetie volverá sus ojos hacia la Grecia clásica, hacia el arte etrusco y romano, que había descubierto en Pompeya cuando, unos años antes, viajó por Italia junto a Cocteau y Diaghilev. Al folklore primitivista le sucede el folklore clasicista. “El pintor sale de la historia del arte” -afirma el biógrafo Pierre Daix-, y yo añado: el pintor es el gran reciclador: recicla lo que ya existe… Al igual que en 1906-1907, cuando pintó “Las señoritas de Aviñón” y el retrato de Gertrude Stein, Picasso se había orientado hacia el primitivismo africano e ibérico; en la etapa 1920-1923 se orientará al clasicismo grecorromano, invocando de nuevo la vuelta a las fuentes del arte.

Rosenberg ha hecho de él un hombre rico. Durante el verano de 1920 Picasso alquila un chalé en Fontainebleau construido en 1830, de estilo neoclásico. Quiere estar a solas con Olga y con su primer hijo, Paulo, en completa calma. Desea una vida familiar tranquila y sin sobresaltos y trabaja con intensidad en su clasicismo, que deparará “Las mujeres en la fuente” (1920) y “La flauta de Pan” (1923). Aunque, como decía, nada ha cambiado en realidad, porque al mismo tiempo trabaja en el monumental cuadro cubista “Tres músicos”.

'Las mujeres en la fuente', Pablo Picasso, 1921.
'Las mujeres en la fuente', Pablo Picasso, 1921.
Heraldo

“Las mujeres en la fuente” nos muestran tres figuras primitivas de cuerpos gigantes que, sin embargo, nos transmiten una sensación de serenidad. Los pies de dos de ellas parecen fundirse con el color ocre de la tierra. A su vez, se apoyan en grandes bloques de piedra que denotan el contacto del ser humano con la naturaleza o, más bien, con el mundo físico más elemental, con lo geológico. Los cántaros que portan las mujeres son una continuidad de la piedra y de la tierra, todo forma parte de ese medio físico menos el cuerpo humano y los vestidos blancos. En cambio, los “Tres músicos” simbolizan todo lo contrario: frente a la serenidad, la exuberancia del arte y del color. Las tres figuras no son sólo músicos, sino que visten como personajes del mundo del circo: el arlequín, el flautista ataviado con un antifaz que nos recuerda los carnavales y el misterioso monje sosteniendo una partitura, que parece tocar la guitarra del arlequín.

Aquel verano de 1920 en Fontainebleau se convierte en el comienzo del mito de Picasso. El valor de sus cuadros se multiplica de nuevo, se lo disputan los marchantes. El pintor se rodea de misterio y de soledad, cada vez ve a menos amigos y empiezan a escasean sus apariciones públicas. En Europa y en Estados Unidos comienzan a llamarle “genio”.

Pero hay una sutil diferencia en la concepción del genio artístico. Al contrario de lo que sucede en su tiempo con Rubens en Flandes, con Durero en Baviera, con Tiziano en Venecia o con Velázquez en España; todos ellos admirados por los poderes públicos y por la oligarquía, a Picasso en el siglo XX se le considera mayoritariamente un farsante, un engañabobos, un impostor. Sus cuadros distan de representar los gustos de la clase acomodada. En muchas ocasiones, incluso se los considera de una gran fealdad. Pero he aquí el enigma: al mismo tiempo que sucede lo anterior, Picasso goza de una considerable reputación que hace que su cotización aumente, tal vez porque el artista ideal ya no debe representar la belleza, ni representar lo real; sino pintar de un modo diferente a como lo han hecho sus contemporáneos o predecesores. Bajo esta premisa, el artista para ser original puede servirse de la fealdad, de lo antiestético.

Entretanto, en su nueva forma de vida aislada, Picasso no hace nada más que trabajar, no se prodiga en absoluto, sigue sin aparecer apenas en actos públicos o en exposiciones, no concede casi nunca entrevistas. Su obra genera polémicas a menudo grotescas, como el enfrentamiento entre André Breton y Pierre de Massot en la famosa sesión dadaísta del 6 de julio de 1923 en la cual este último exclamó: “Pablo Picasso, muerto en el campo de batalla”, en alusión a que el malagueño estaba acabado. Breton, irritado, le propinó un bastonazo que le fracturó el brazo.

Pero a Picasso le daba igual lo que dijeran de él, incluso le divertían las malas críticas. Al igual que los bastonazos de Breton, las exageraciones e insultos a su obra contribuían a ese circo, a esa representación que quería crear en torno a su persona.

'Mujer junto al mar', Pablo Picasso,1922
'Mujer junto al mar', Pablo Picasso,1922
Sharon Mollerus

El crítico André Fermigier afirma que “La flauta de Pan” es “un Poussin del natural, un Cezanne de la mejor cosecha” y afirma Cabanne que “también es otros maestros, como Perugino o Corot”. Max Jacob escribe que “Picasso imita a los personajes de Corot romanizándolos”.

“La flauta de Pan” tiene un trasfondo erótico. Pan era un dios griego que habitaba los bosques y trataba de atraer a las ninfas y a las pastoras con su flauta, para mantener con ellas relaciones sexuales. El cuadro de Picasso nos muestra a dos hombres jóvenes y musculosos al estilo de Miguel Ángel Buonarotti, al cual nos recuerda el gigantismo de sus miembros, en particular de los pies y las manos.

Al igual que las mujeres en la fuente, el cuadro nos transmite serenidad. Uno de los hombres está de pie y otro toca sentado la flauta. Los rodean volúmenes simples, grandes bloques de piedra rectangulares entre los cuales se recorta el mar a lo lejos. En Pompeya se conversa una pintura mural que representa a Pan con su flauta rodeado de varias ninfas. Picasso había visitado las ruinas y vio sus pinturas cuando acudió a Italia con los ballets rusos de Diaghilev.

Por asombroso que parezca, hasta ese momento ninguno de los amigos escritores o periodistas de Picasso se había atrevido a proponerle una entrevista. El primero en hacerlo fue el español Mario de Zayas. La entrevista, titulada “Picasso speaks” se publicó en la revista The Arts, de Nueva York, en 1923. Es entonces cuando Picasso pronuncia su máxima más famosa: “Yo no busco, encuentro”.

En la entrevista rechaza la pintura naturalista, afirma que naturaleza y arte son dos cosas distintas y no pueden parecerse. A través de la pintura decimos lo que la naturaleza no puede expresar.

“Se me pide con frecuencia que explique cómo se ha desarrollado mi pintura. Para mí no existe en el arte ni el pasado ni el futuro. Si una obra de arte no puede mantenerse en el presente es que carece de significación. El arte de los griegos, de los egipcios, de los grandes pintores de otras épocas no representa un arte del pasado y tal vez esté hoy más vivo que nunca”.

“Las artes de transición no existen. En la cronología de la historia del arte hay periodos más positivos, más completos unos que otros, hay mejores artistas en unas épocas y en otras… Pero no existe en el arte un progreso ascendente”.

Con lo anterior Picasso reniega de la evolución en el mundo de la creatividad: un cuadro de Velázquez no es mejor ni peor que las pinturas de la tumba de Tutankamon; no ha mejorado cualitativamente la representación del ser humano, solo se representa de manera diferente, acorde con las necesidades o la cultura de una u otra época.

Tal como he contado, la amistad con Jean Cocteau y el matrimonio con Olga Khoklova encumbraron a Picasso a las élites sociales y difundieron su obra entre ellas. Picasso se había aristocratizado. Ese devenir a través del cual vivirá en casas cada vez más grandes y lujosas y se aislará progresivamente de las amistades, de los colegas, incrementará, sin embargo, su relación con quienes él llama “los maestros”: seres con nombre, desde El Greco hasta Cezanne; o sin nombre, desde los escultores íberos a los pintores románicos de la Edad Media. Todos ellos tienen en común la búsqueda -o el encuentro, por hablar en términos picassianos-, de nuevos caminos en el mundo de arte. Los maestros eran el oráculo, el panteón de deidades de ese hombre poco dado a la religión que fue Picasso.

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