Picasso, el reproductor de arte (4)

El mejor pintor egipcio

Al igual que sucedió en la etapa azul, porfió en los nuevos estilos que había descubierto: el primitivismo y el cubismo.

Retrato de Picasso en 1908
Retrato de Picasso en 1908
Heraldo

A finales de 1907 Picasso enrolló la tela de 'Las señoritas de Avignon' y así se quedó durante quince años, en un rincón de los diversos estudios que habitó el pintor. Cuando alguien le preguntaba por el cuadro él alegada que estaba inacabado; pero el fracaso no hizo mella en él y, al igual que sucedió en la etapa azul, porfió en los nuevos estilos que había descubierto: el primitivismo y el cubismo. Dicha porfía, no obstante, le causó agotamiento y crisis de ansiedad, como denota una carta del 14 de agosto de 1908 dirigida a Gertrude Stein, de la que da cuenta el biógrafo Richardson: “He estado enfermo, muy nervioso y el médico me ha dicho que saliera y pasara una temporada aquí”.

“Aquí” se refiere a un recóndito enclave llamado, del modo más simbólico, La Rue des Bois: La Calle de los Bosques, situado a unos 70 kilómetros de París. En este lugar, el artista y Fernande Olivier se refugiaran del ambiente de la urbe. Olivier afirma en su biografía que no había nada, ni tiendas, ni cafés: nada; tan solo granjas, campos de labranza, animales. Precisamente alquilarán las dependencias de una granja cuya propietaria es la señora Puttnam, una mujer de metro ochenta y 140 kilos de peso -al decir del biógrafo Richardson-, que inspirará el famoso cuadro 'La granjera', cuyo rostro convierte en el de un ídolo primitivo, en una máscara africana o polinesia de las cuales el pintor estaba enamorada desde que las vio en el museo Etnográfico de París. Resalta en el primero de los cuadros el estudio anatómico del cuerpo deforme de la mujer. Inicialmente llevaba en las manos sendos cubos de leche, pero Picasso se los quitó tal vez para resaltar la deformidad del cuerpo, y para acentuar su parecido con los ídolos de madera de las culturas arcaicas.

En este punto, quiero enlazar con un pintor que apasionaba a Picasso y, hasta cierto punto, calmaba su ansiedad de artista. Me refiero al francés Henri Rousseau, más conocido como “el aduanero Rousseau”, ya que trabajaba en un servicio de aduanas. Rousseau era un autodidacta sin formación pictórica. La crítica no terminaba de tomarlo en serio porque sus dibujos eran de colores planos, como los de un niño. Más tarde esta técnica rousseauniana se conocerá como el arte naif.

Hasta tal punto era poco valorado Rousseau que se cuenta la siguiente anécdota. Picasso acude a visitar a un marchante y ve el cuadro “Retrato de un mujer”, donde se muestra a una señora con aspecto severo junto a una cortina en el balcón de una casa. La señora agarra con su mano por las raicés un minúsculo arbolillo, cuyas ramas aplasta contra el suelo. A Picasso le fascina el retrato y muestra tímidamente su interés por comprarlo. El marchante se lo vende por cinco francos alegando que, si le parece demasiado malo, siempre puede reutilizar el lienzo para pintar otra cosa encima.

A Picasso, en cambio, le fascina Rousseau, hasta el punto de que se ha querido ver su influencia en las pinturas de bosques que realizará en La Rue des Bois en el verano de 1908. Aquellos bosques suyos, en efecto, se parecen a las junglas tropicales del aduanero, como las de uno de los cuadros preferidos de Picasso: “La encantadora de serpientes”, de 1907.

Quien finalmente presentó a los dos pintores fue un joven estudiante de arte norteamericano llamado Max Weber, que acudió con Picasso al estudio de Rousseau, donde el español se encontró con un buen amigo: el poeta Apollinaire. Lo acompañaba su pareja, Marie Laurencin, de quien el aduanero estaba haciendo en aquel momento un retrato que llamaría más tarde: “La musa inspirando al poeta”.

Picasso pasó largo rato en silencio junto a Rousseau, observando escrupulosamente cada trazo de su pintura. Cuando éste dio por terminada la sesión, todos se fueron a un café donde Apollinaire insistió en poner en marcha una gramola desafinada que apenas dejaba hablar. De modo que Picasso tuvo que gritar que los invitaba a todos al Bateau Lavoir a un banquete en honor de Rousseau, el cual se celebró, probablemente, el sábado 21 de noviembre de 1908.

Al parecer la fiesta fue una farsa. Los pintores, poetas e intelectuales reunidos en el Bateau Lavoir acudieron allí a burlarse de Rousseau, haciéndole creer que era un gran pintor -como los duques del Quijote se burlan del caballero de la Triste Figura-. Rousseau estaba completamente borracho, al igual que todos los demás, y emocionado ante el homenaje, de modo que se puso a tocar el violín.

Picasso solo se burlaba en la superficie, porque en el fondo admiraba a Rousseau, quien a partir de la fiesta se presentaría en el Bateau Lavoir del modo más intempestivo, a cualquier hora y sin avisar. El español siempre se mostraba paciente. En cierta ocasión, según las memorias de Fernande Olivier, Rousseau le dijo una frase que parece una boutade pero encierra, sin embargo, un sentido profundo: “Nosotros somos los dos pintores más grandes de nuestra época, tú en el estilo egipcio y yo en el moderno”.

Cuando habla del estilo egipcio, Rousseau se refiere al primitivismo de Picasso del último año, desde que decidió abandonar la pintura realista en el retrato de Gertrude Stein y se inspiró en el arte arcaico africano, el ibérico, la pintuta románica o la pintura egipcia de los faraones.

Con el primitivismo Picasso quería alcanzar la verdad del dibujo primigenio, el que tenía como función informar al pueblo, transmitir un mensaje: las pinturas faraónicas, por ejemplo, describían el tránsito de la vida a la muerte; las figuras del románico mostraban el poder de la divinidad; los ídolos de de las culturas primitivas explicaban la fecundidad. Todos ellos empleaban un lenguaje que no era el del arte, sino el de la transmisión de realidades mucho más esenciales: el poder, el estado, la religión, la salud o la enfermedad, el bien o el mal, el nacimiento y la muerte, la maternidad…

La musa inspirando al poeta (Marie Laurencin y Guillaume Apollinaire), Henri Rousseau, 1908
La musa inspirando al poeta (Marie Laurencin y Guillaume Apollinaire), Henri Rousseau, 1908
Heraldo

Por eso, cuando de la mano de su nuevo amigo, Georges Braque, Picasso se adentra en el cubismo, deja de pronto de ser un “pintor egipcio” y pasa a ser un pintor moderno, porque el cubismo, al igual que la pintura naif del aduanero Róusseau, es algo nuevo, algo que no existía con anterioridad y, por tanto, no puede imitarse.

El cubismo no imita nada, ya que nada anterior a él existe: a la descomposición de los objetos y de las personas no antecede nada, salvo la representación realista de esos objetos y personas. No hay nexo de unión ni imitación posible entre la pintura anterior y la pintura cubista.

A la altura de 1910, Braque y Picasso se han hecho amigos íntimos, pero hay entre ellos una diferencia esencial: Braque, según cuenta Pierre Cabanne, es un hombre metódico y ordenado que quiere avanzar en la investigación del nuevo estilo. En cambio, Picasso es impetuoso y anárquico, nada le parece definitivo y desea cambiar constantemente.

En el verano de 1911 se reunen en Ceret, un pueblo del Pirineo francés en el cual pueden aislarse del mundanal ruido y continuar sus investigaciones. La colaboración llega a ser tan estrecha que pintan juntos. No concluyen sus pinturas hasta que no cuentan con el beneplácito el uno del otro.

Picasso pinta, entre otros cuadros cubistas, el bodegón “El abanico” en el cual ha comenzado a emplear los periódicos como materia artística. Incorpora un ejemplar del periódico de Ceret: L´Independent. También algunos cuadros cambian de forma para adaptarse al objeto pintado. Hay por ejemplo cuadros ovalados o elípticos.

A la vuelta del verano Picasso torna a su estudio del bulevar Clichy nº 11. El nuevo estudio es mucho más amplio que el de Bateau Lavoir. En los últimos dos años su vida se ha aburguesado. Los principales marchantes han comenzado a comprar sus cuadros a buen precio, pero él continuará resistiendo, no organizará exposiciones, no promocionará apenas su obra, que se irá expandiendo sin embargo de un modo informal, por el boca a boca de marchantes y coleccionistas. El artista no invierte ni un solo minuto en promocionarse. No para ni un instante de trabajar y, sin embargo, no tiene ninguna prisa, sigue experimentando distintos tipos de cubismo; aunque pronto, como contaré en el capítulo siguiente de “El reproductor de arte”, el realismo volverá a su obra de modo natural.

En una esquina del estudio del bulevar Clichy, que ocupa durante esos años, sigue enrollado el lienzo de 'Las señoritas de Aviñon'.

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