Picasso, el reproductor de arte (1)

El fin de la bohemia

Una época en la que Picasso dormía sobre un jergón en el suelo, dado que había abandonado el hogar familiar debido a las diatribas con su padre, el profesor de la Escuela de Bellas Artes don José Ruiz.

Ángel Fernández de Soto, Pablo Picasso y Carlos Casagemas, en 1900
Ángel Fernández de Soto, Pablo Picasso y Carlos Casagemas, en 1900
Heraldo

Según sus biógrafos, Pablo Picasso conoció a Carlos Casagemas en la cervecería Els Quatre Gats un atardecer de 1900. El local, sito en un edificio del arquitecto Puig i Cadafalch, todavía puede visitarse hoy en el carrer de Montsió número 3 de Barcelona. Por aquel entonces, todo diletante, todo artista, todo ser sensible, toda persona original debía pasar por el establecimiento donde se encontraría con los popes del modernismo catalán: Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Isidre Nonell, Pere Romeu…

Picasso y Casagemas tenían entonces diecinueve años. Casagemas provenía de una familia burguesa, su padre era cónsul general de los Estados Unidos y el hijo a punto había estado de entrar en la marina de guerra, de lo cual se libró al entrar en liza aquel país con España a causa de la guerra de Cuba. De su experiencia en el ejército le quedó a Casagemas una peligrosa afición por las armas de fuego.

Libre de obligaciones militares y rico de familia, Casagemas decidió hacerse pintor y decorador de teatro. Era un joven sensible, agradable, apasionado, simpático; pero también alcohólico y morfinómano. De complexión delgada, presumía de tener una mata de pelo ondulado similar a la de Chopin y vestía como un auténtico dandi.

A Pablo Picasso, un joven mucho más humilde proveniente de Málaga, lo unía su amor al arte y su pasión por las mujeres y por la bohemia. Aquel atardecer de 1900 en Els Quatre Gats divagarían ambos acerca de sus proyectos artísticos. El caso es que, a comienzos de ese mismo año, ya compartían taller en el número 17 de la calle Riera de Sant Joan. Como no había mueble alguno, pintaron en las paredes mesas, sillas, un sofá, una caja de caudales y hasta un servicio doméstico compuesto por una doncella y un mozo.

El alquiler, obviamente, lo pagaba Casagemas. Picasso dormía sobre un jergón en el suelo, dado que había abandonado el hogar familiar debido a las diatribas con su padre, el profesor de la Escuela de Bellas Artes don José Ruiz. La vida de ambos amigos consistía en levantarse a medio día y pintar hasta el atardecer, hora en la cual se encaminaban a Els Quatre Gats o al Eden Concert, donde bebían cerveza, vino o brandy al calor de discusiones artísticas que se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, hora en la que acudían a los burdeles del Paralelo. Cuenta Patrick O´Brien en su biografía que el malagueño llegó a residir durante semanas en uno de estos antros. Al no poder abonar los servicios prestados, pagaba en especie decorando con pinturas las paredes.

Hoy en día puede parecer extraño que esta vida disoluta no mermara su producción artística, pero lo cierto es que Picasso no paraba de producir decenas, centenares de pinturas y dibujos de todos los estilos que se apilaban en las paredes de la calle Riera de Sant Joan y se vendían al primero que pasaba por allí para financiar sus juergas.

Ese mismo año de 1900, se celebró la exposición universal de París, para cuyo pabellón español fue seleccionada una pintura de Picasso. Se trataba del óleo “Últimos momentos”, hoy desaparecido. Con orgullo de primerizo, Picasso quería ver su obra expuesta en París, de modo que partió en tren en octubre acompañado de Casagemas. Manolo Pallarés y otros amigos se les unirían en noviembre. Todos ellos reeditaron en Montmartre la bohemia barcelonesa. Invitaban a su nuevo taller de la calle Gabrielle a modelos como Odette o las hermanas Antoinette y Germaine Gallego.

De Germaine se enamoró perdidamente Casagemas, pero ella no le correspondía. La disfunción eréctil que padecía él parece ser uno de los motivos por los cuales lo rechazó, según cuenta John Richardson. Germaine era una mujer muy sensual.

Ante los amigos, Casagemas había amenazado con quitarse la vida si ella no lo aceptaba, de modo que Picasso decidió llevárselo a Málaga a pasar las vacaciones de Navidad junto a su familia, para tratar de que olvidara su obsesión. Ambos amigos arribaron el 30 de diciembre de 1900. Tenían el aspecto de dos vagabundos: largos cabellos, barba de días, ropa andrajosa… Tuvo que intervenir una tía de Picasso para que les permitieran alojarse en el hotel Tres Naciones.

Pero Casagemas aguantó pocos días en Málaga. Nada pudo hacer su amigo para retenerlo: quería volver a París de inmediato para reunirse con Germaine. Lo que sí sabemos es que Picasso, quizá cansado de su familia, se mudó a Madrid el 15 de enero de 1901. Alquiló una buhardilla en la calle Zurbano en la cual solo había una mesa, una silla y una cama.

¿Por qué Picasso decidió marcharse a Madrid? Es un enigma, el artista nunca llegó a explicarlo. En su interior se debatía el sentimiento de culpa por haber dejado marchar a Casagemas y el alivio de no hallarse en su situación. Picasso nunca había padecido angustia en sus relaciones con las mujeres; sin embargo, lo inquietaban las penurias económicas y la dificultad de salir adelante en el mundo del arte.

Seguramente, mientras caminaba por el barrio de Salamanca y se dedicaba a dibujar, pensaba en que debía mantenerse firme, dejarse llevar por su propio instinto. Conoció a un escritor catalán llamado Francisco de Asís Soler, que había hecho fortuna trabajando con su padre. Soler comercializaba un cinturón eléctrico que sanaba todo tipo de enfermedades, y decidió dedicar su pequeña fortuna a fundar en Madrid la revista Arte Joven, para la cual contaba con los dibujos de Picasso, quien retrato -entre otros muchos personajes-, al novelista Pío Baroja.

Imagino a Picasso una plácida tarde de invierno, el sol ilumina la calle Zurbano mientras camina hacia casa con una leve sonrisa. La brisa heladora le acaricia la cara. Es la suya la sonrisa del ególatra, que disfruta de la soledad pensando en sus queridos proyectos. Pero al abrir la buhardilla se encuentra con un papel que alguien ha metido por debajo de la puerta. Se trata de un telegrama de su amigo Cinto Reventós: le anuncia el suicidio de Carlos Casagemas en París.

Todo sucedió la tarde del 17 de febrero de 1901, Casagemas había salido a cenar en la terraza de L´Hippodrome junto a Manolo Pallares, Odette, otros dos amigos catalanes y su adorada Germaine. Se comportó de modo extraño hasta que, en un determinado momento, se levantó, sacó una pistola del bolsillo y disparó contra Germaine, que se parapetó tras Pallarés tirándose ambos al suelo. “¡Esto es para ti!” –gritó Casagemas dirigiéndose a ella-. En realidad, había errado el tiro, pero pensó que acertaba y se disparó a sí mismo en la sien al grito de: “¡Y esto para mí!”.

Pasión por El Greco

Con el eco de los disparos en la mente del lector, interrumpo el relato de Casagemas y comienzo otro paralelo: el de la pasión de Picasso por la pintura de El Greco.

El Greco era un artista pasado de moda cuando el modernismo catalán -en particular Santiago Rusiñol y Miguel Utrillo- decidieron rehabilitarlo en diversas publicaciones de arte. Rusiñol llegó a adquirir dos cuadros del cretense: “Las lágrimas de San Pedro” y “La Magdalena penitente con la cruz”, que todavía hoy pueden verse en el Cau Ferrat, el palacio-museo de Rusiñol en Sitges.

A Picasso no le interesaba en modo alguno la religiosidad de El Greco, pero sí el misticismo y el manierismo de sus figuras, las cuales le impresionaban desde que visitó por primera vez el museo de Prado con su padre a los catorce años.

De nuevo en la capital, dos años más tarde, ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para estudiar pintura, pero apenas asiste a clase. Detesta a los profesores, a quienes considera unos mediocres que nada pueden enseñarle. En vez de ir a clase, pasa las mañanas en el museo del Prado, copiando a los maestros.

En una carta dirigida a su amigo Joaquim Bas el 3 de noviembre de 1897 escribe:

“El museo de pinturas es hermoso: Velázquez, de primera; de el Greco, unas cabezas magníficas; Murillo no me convence en todos sus cuadros; Tiziano tiene una Dolorosa muy buena; Vandik unos retratos y un Prendimiento de Jesús de órdago; Rubens tiene un cuadro (La serpiente del fuego) que es un prodigio (…)”.

De la carta anterior se deduce que a Picasso no le gusta Murillo. Frente a El Greco, que es todo teatralidad exacerbada, la serenidad, el equilibrio de Murillo le disgusta. El elogio a las cabezas de El Greco resultaría banal de no ser porque dos años más tarde, en 1899, pintó “Cabeza a lo Greco”. Se trata de un cuadro enigmático que parece emular varios del Cretense. En el retrata a un hombre de cara alargada sobre fondo negro. Tiene la piel macilenta, entre amarilla y verdosa. Según como se mire nos parece un ser espectral, surgido de la oscuridad de una pesadilla.

Pero el cuadro de El Greco que más impactó a Picasso fue “El entierro del conde de Orgaz”. Sobre él se cuenta una anécdota que debe ser cierta, ya que parece cuadrar con la iconoclastia del autor. Cuando estudiaba en la Real Academia de San Fernando, diversos alumnos viajaron a Toledo con el profesor Moreno Claros y, en la iglesia de Santo Tomé, se pusieron a copiar la obra maestra. A Picasso no se le ocurrió mejor idea que sustituir las caras de los nobles que asisten al sepelio del conde por caras de profesores –entre ellos Moreno Claros- y alumnos. Huelga decir que a Moreno Claros no le hizo ni pizca de gracia, hasta el punto de informar a don José Ruiz de la conducta de su hijo.

Lo más curioso de la anécdota anterior es que esta sátira de El Greco se reeditaría años más tarde cuando Picasso, consternado por el suicidio de su amigo Casagemas, pintó “El entierro de Casagemas”, también llamado “Evocación”. Al igual que “El entierro del conde de Orgaz” se divide en dos planos: la vida y el más allá; “Evocación” se parte en dos, la parte inferior nos muestra propiamente el mundo real, donde las mujeres de la familia Casagemas, enlutadas, se despiden del finado, cuyo cuerpo está envuelto en un sudario. La sátira proviene de la parte superior, la celeste, en la cual el alma de Casagemas, montando un caballo alado, asciende al paraíso despedido por su madre y sus hermanos pequeños, pero en vez de ser recibido por los ángeles y los santos, lo es por prostitutas desnudas, como si el paraíso fuera un burdel.

No deja de resultar misterioso que Picasso, deprimido por el suicidio, se permitiera ironizar sobre él, e incluso parodiarlo. Quizá esa parodia era un homenaje al amigo, simpático y risueño antes de obsesionarse con Germaine. En el cielo, las nubes hacen rizos sobrenaturales en torno a las meretrices, que imitan el manierismo de El Greco.

Pero no crea el lector que todo fueron chanzas. La muerte de Casagemas sumió a Picasso en los más funestos pensamientos, abriendo la etapa azul, durante la cual pintaría a mendigos, enfermos o marginados sin que las escasas ventas de sus cuadros lo disuadieran de pintarlos.

Tampoco es casual que la obra maestra de la etapa azul, el cuadro “La vida” vuelva a tener a Casagemas como protagonista. El joven amigo del pintor aparece en calzones, como si hubiera sido pillado en una casa de prostitución, abrazado a una mujer joven también desnuda. Casagemas luce sus pelos de loco romántico a lo Chopin, mientras mira extrañado y señala a otra mujer que tiene enfrente, completamente vestida y acunando a un bebe. Detrás, como apoyados en una pared, pueden verse sendos cuadros. En el superior aparece dibujada una pareja madura. Ambos se abrazan, tal vez temerosos ante la certidumbre de la vejez o la enfermedad. Por último, en la imagen inferior aparece un ser solitario y cadavérico.

Picasso nunca interpretó el significado de “La vida”, ni tampoco de “Evocación”. No era hombre de palabras, quizá por ello cada vez que explicaba su arte lo hacía en términos ambiguos, con palabras que podían significar varias cosas, o con simples trivialidades que se quedaban en la superficie.

Tampoco habló nunca de la muerte de Casagemas, ni de que tras su suicidio hizo el amor con Germaine en el estudio de la rue Gabrielle que había sido el taller de ambos. 

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