ocio y cultura

Fernando Aínsa, el escritor de las dos orillas

Homenaje, recuerdo y recuerdo de la vida y la obra de este escritor hispano-uruguayo, poeta, narrador y ensayista, que halló en Aragón el último refugio

Gala de las letras aragonesas. Bantierra / 29-11-2013/ Foto: Asier Alcorta
Fernando Aínsa, en 2013, cuando recibió en Zaragoza el Premio Imán de la Asociación de Escritores de Aragón
Asier Alcorta

Nos ha dejado. Fernando Aínsa se fue el día 6 de junio de 2019 a las 15.30 de la tarde, a punto de cumplir 82 años. Sin embargo, no se ha ido del todo. Entre otras cosas, nos ha dejado el ‘hortus apertus’ de su heterogénea escritura, el jardín abierto de par en par que seguramente sigue habitando por el empeño en reintegrar a su verdadero significado la experiencia lectora y la vital para construir una sola experiencia vívida, intensa, vivida en el mismo plano de interés y escogida como cultivo de materiales literarios simultáneos, superpuestos, alternos.

Así, el Aínsa ensayista a cuyo género fue empujado por su pasión y ejercicio periodísticos en el húmedo Montevideo, no solo advirtió, fijándolas, muchas de las características estéticas de la literatura hispanoamericana, sino que reveló la desubicación, la importancia de la identidad cultural y la utopía como rasgos constantes de esta escritura que a él le gustaba llamar «nómada» y que ocupó gran parte de su tarea exegética altamente reconocida en el ámbito crítico y académico americano.

De aquella experiencia personal deambulante surgió su tesis del apatriaísmo ( «Debes crecer inmunizado / –así de libre– / sin nación a la que rendir pleitesía», le escribe a su nieto Arun). El Aínsa narrador acude a la memoria y a aspectos costumbristas en sus cuentos; los dota también de una personal mitología doméstica que, precisamente por su inadvertencia, crea en sus relatos una atmósfera de misterio, de incógnitas por revelar. Una de sus más notables novelas (‘El paraíso de la reina María Julia’) aborda con empatía reflexiva el mundo del desarraigo de los americanos emigrados en Europa.

Son, todos, atributos que ponen en evidencia una poligrafía estilística la cual nos arroja a los realismos y magias de los cálidos trópicos y apuntan al paralelo mismo del ecuador palpitante muy alejado del realismo ártico o del sentimentalismo antártico europeos. La medida áurea del contenido de su trabajo narrativo y crítico invita a la introspección en esas actas y contextos crítico-literarios que surgen y surgen como paralelos umbrales de entrada a otros ámbitos, y uno de ellos es sin duda la poesía, a la que Aínsa llega contando 70 años, pero sin desechar los materiales recogidos hasta entonces.

El poeta Aínsa se ha nutrido también de las emociones intelectivas precedentes y, a la manera krausista (la mirada describe y el pensamiento escribe), se arroja decidido al mundo de las cosas, pero al de los libros, pero al de la vida sensual también; adquieren así importancia central los sentidos y el tiempo sensitivo: es decir, la memoria. La misma memoria que reposa en sus tangibles narrativos; la misma penetración de su inmanencia lectora que dio pábulo a su epistemología crítica. De alguna manera, Aínsa ha sabido arrebatarle al tiempo lo que le debía: ocuparse ahora de sí mismo, y qué mejor modo de hacerlo que la poesía en cuanto nos muestra la verdadera dimensión que hemos adquirido como seres sensibles.

Fernando Aínsa
Retrato de Fernando Aínsa en su casa de Zaragoza, invadida de libros y papeles.
José Miguel Marco

Se trata de una mirada poética que dirige al río Martín para ver discurrir el cauce cuyos guijarros fruncen las aguas someras de la corriente. Aínsa, como hiciera antes, seguirá vagando de la observación a la reflexión, de lo estático a lo móvil, de lo visible a lo imperceptible, aunque ocupándose ahora de su mutación como poeta desde aquel jardín abierto en las terrazas de Oliete donde brota la poesía como brotan las hortalizas, el nogal y el olivo, la higuera, el manzano y el almendro; allí se envaina el agua prístina en la tierra de sus ancestros fluyendo del alto hontanar nutrido por los nimbos estivales y los hielos del invierno quebradizo; del plano cerúleo jaspeado por los pájaros y cuyo sol es eclipsado por el ala del buitre.

Como en sus cuentos, como en sus trasuntos novelescos, brota ahora su poesía a la par que su memoria y su mitología doméstica: el padre melómano, la bufanda roja de Mallorca, la humedad sofocante del Río de la Plata, el barrio Malvín en Montevideo, su América entera con los amigos dentro, el güisqui de mamá, un jersey negro de cuello alto, Ginebra, la India, Zaragoza… Fernando Aínsa transitaba encabalgando recuerdos sin abandonar nunca su eutópos turolense, ni más ni menos que su gran metáfora poética semejante a la fértil donación natural que envolvía su ser y con el que nos embargaba de buen amor cogido del brazo de Mónica. Su unívoco perfil, madurado por la memoria, señaló siempre –otra vez, y necesariamente– una compleja mitología personal que supo desplazar hasta la común comprensión del lector; pero hasta su poesía también había llegado el espacio oceánico que separa dos mundos, dos inquietudes, dos identidades.

Fernando Aínsa apareció ante la realidad poética henchido de un yo plenamente lírico que arrojó sus redes exegéticas para transformarla: lo hizo desde la memoria hasta el presente, pero con clara proyección a un futuro que Fernando Aínsa siempre redactó en modo estoico, eludiendo perifrásticamente la cita de la muerte, lo que no le impedía advertir la presencia elemental de las cosas, del destino análogo de las cosas: el de una nuez o el de una patata acogidas en el seno de la tierra y del árbol y destinadas asimismo a su extinción: una suerte de animismo, una consciente restitución de las cosas a su lugar de origen, de las bestias a su hábitat, del ciclo vital a su medio natural, una, en fin, identificación del espíritu con las cosas.

La obra literaria de Fernando Aínsa es un mayúsculo ejemplo de sinceridad moral y crítica de un escritor que vadeó varios géneros literarios. Tras esos baños, ahora que ha alcanzado la otra orilla, seguirá siendo un hombre distinto. Tiene todo el tiempo del mundo y lo guarda. En sus respuestas a las preguntas de la vida jamás hubo lamento, sino la constatación de un hecho insoslayable que exigía impasibilidad, un ejercicio no tanto de resistencia pasiva como de vitalidad intelectual; no tanto de entereza como de acción literaria; y lo fue sin duda de firmeza contra la escatología.

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