Historia

Juan de Espina, erudito, coleccionista y nigromante

Pedro Reula, historiador del arte e intérprete de Los Músicos de Su Alteza, publica ‘El camarín del desengaño’, un estudio sobre una figura mítica de la España del XVII

Detalle de la pintura ‘Los archiduques Alberto e Isabel visitando un gabinete de coleccionista’, de Jan Brueghel y Hyeronimus Francken II.
Detalle de la pintura ‘Los archiduques Alberto e Isabel visitando un gabinete de coleccionista’, de Jan Brueghel y Hyeronimus Francken II.
Heraldo

Entre los personajes fascinantes del siglo XVII español, ninguno tanto como Juan de Espina. Religioso erudito y coleccionista, con fama de nigromante, Quevedo llegaría a escribir: «Fue su casa abreviatura de las maravillas de Europa». El historiador del arte zaragozano Pedro Reula, tras varios años de investigación, acaba de publicar ‘El camarín del desengaño. Juan de Espina, coleccionista y curioso del siglo XVII’, volumen de más de 500 páginas en el que resume su tesis doctoral.

«A Espina llegué por la música (Pedro Reula es intérprete de Los Músicos de su Alteza). Vi que en 1632 había escrito un memorial que dirigió a Felipe IV para convencerle de la necesidad de reformar la afinación de los instrumentos de acuerdo al género mítico de la enarmonía, del que se valía Orfeo para amansar a las fieras». A partir de ahí, Reula inició una búsqueda que le llevó a dibujar nuevos perfiles de una figura de leyenda.

«Nació en Madrid en 1583 –relata–, y de su vida hasta 1607 no se conoce prácticamente nada. Su padre era secretario de cuentas de Felipe II y, cuando murió, Espina fue nombrado camarero del arzobispo de Sevilla, se hizo clérigo de órdenes menores y empezó a cobrar rentas eclesiásticas. Se compró una casa en 1610 y, con el dinero de las rentas, empezó a llenarla de curiosidades que encontraba en almonedas». Su colección fue mítica en su época pero muy secreta. Pocos accedían a ella, y el inventario de bienes a su muerte tampoco aclara gran cosa porque ya había empaquetado la mayor parte de su colección para dársela a Felipe IV. Pero algunos datos sí que han trascendido. Se sabe, por ejemplo, que tenía dos manuscritos de Leonardo da Vinci, que casi con toda seguridad son los que posee actualmente la Biblioteca Nacional.

«Los manuscritos que Leonardo dejó a su muerte acabaron en manos de Pompeo Leoni, y a él se los compró la realeza europea, que los codiciaba –relata Pedro Reula–. Que Juan de Espina se hiciera con dos de ellos no deja de ser sorprendente, y sabemos también que durante 14 años estuvo rechazando todo tipo de ofertas por ellos. No quiso vendérselos ni al Príncipe de Gales».

Pero los manuscritos eran tan solo dos piezas más dentro de una colección inabarcable. Compró mucha pintura, tenía una gran biblioteca, reunió todo tipo de autómatas y objetos a caballo entre la ciencia, la técnica y la magia. Sus casas de Sevilla y Madrid se llenaron de cachivaches que sorprendían al visitante.

«Era un hombre extravagante, raro, vanidoso, extremadamente curioso en una época en la que la curiosidad estaba mal vista. Le gustaba celebrar fiestas en casa en las que empleaba algún artilugio científico para epatar a los visitantes». Y ahí es donde cabe encuadrar la famosa ‘silla mundi’, en la que, al parecer, se observaba la bóveda celeste.

Pedro Reula, historiador del arte y músico, autor del estudio sobre Juan de Espina
Pedro Reula, historiador del arte y músico, autor del estudio sobre Juan de Espina
Francisco Jiménez

«He encontrado un escrito inédito de Quevedo donde habla de la silla pero no la describe. Aunque es difícil saber qué era –señala Reula–, yo me imagino una especie de cámara oscura en la que, por un ingenioso sistema de espejos, se reflejaba o proyectaba el cielo».

La silla era una tropelía más de Juan de Espina. «Las tropelías eran escenas de magia natural. Sabemos que organizaba en su casa espectáculos, saraos, pequeños teatrillos en los que mediante ingeniosos mecanismos lograba efectos insospechados. Espina tenía espíritu de científico, no de mago. Si en su época se distinguía entre magia diabólica y magia natural, él cultivaba esta última. Cuando realizaba algún engaño óptico sin explicación aparente, lo que planteaba a sus invitados es que tenían que mirar la realidad de otra manera. Él quería desentrañar las apariencias del mundo».

Pedro Reula subraya que «es imposible acabar con la leyenda de Espina. Y es que el personaje real es mucho más sugerente que el de cualquier novela. Espina llegó a estar preso de la Inquisición en Toledo durante un par de años. Se le acusó de nigromante. En realidad, entre su colección de objetos raros (decían que tenía una balanza que podía pesar la pata de una mosca) había algunos prohibidos, como la ‘confesión general’ de Rodrigo Calderón, que nadie podía poseer. Calderón era una figura que le había cautivado: también tenía la venda con la que le cubrieron los ojos y los cuchillos con los que le degollaron en la plaza mayor de Madrid.

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