Estaban resguardados en el gimnasio del colegio, aterrorizados. El recreo había pasado de ser un partido de quinto contra sexto de primaria a una película de terror. Unos monstruos recubiertos de polvo los acorralaban. Ellos en el centro, espalda contra espalda. Cuando intentaron lanzarles el balón, los monstruos se evaporaron y, luego, volvieron a aparecer. Cuando uno de los chicos rompió a llorar, el resto le acompañó a coro.

Apareció por la puerta principal un pequeño muchacho, ataviado de una escoba el doble de grande que él. Nadie recordaba su nombre. Solo se acordaban de las burlas, las risas, las ofensas, … Se sintieron aún más perdidos. La esperanza rápidamente se quemó.

Levantó sus brazos y golpeó, con gran destreza, a cada una de las abominaciones. Acabó con ellas el tiempo suficiente para sacar a todos sus compañeros. No sonrió, no elevó la mirada. Solo se fue por donde vino. Su legado le pertenecía a sus padres, sus acciones a un camino libertador.

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