Cuando pisó, por primera vez, esa triste estación de un pueblo del norte, se preguntó qué demonios estaba haciendo allí.

El ambiente era frío y húmedo como el hocico de un perro.

Mientras subía las escaleras de piedra vieja, perfiladas por el musgo y adornadas de botellas rotas, pensó que algo iba a cambiar en su vida.

Al llegar arriba, lo primero que vio fue una cantina: “El Rubio”.

-“Un carajillo de ron”, pidió. Y mientras se lo servían, mal como siempre, “ya nadie sabe hacer carajillos” masculló entre dientes, se giró, en postura estudiada, los codos sobre la alta barra de madera, y miró al alma del bar.

Los clientes jugaban al dominó, produciendo ese sonido único que hacen las fichas al estrellarse contra el mármol.

El humo de los farias inundaba todo el local. Y las voces, de hombres de mejillas coloradas, también.

Al salir a la calle, ahora más animada que al entrar en la cantina, quizá por efecto del carajillo, se dispuso a buscar un lugar donde alojarse.

Lea todos los relatos que participan en el XIII Concurso de relato breve de Heraldo.