Por
  • Daniel Cabrera Altieri

Trofeos en la basura

Heraldo
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Ayer, en una esquina de las proximidades de la Universidad de Zaragoza, en medio de los contenedores desbordados de basura, encontré una pila de trofeos deportivos. Estos recuerdos del esfuerzo y la disciplina deportiva, desarmados y despojados de la placa donde ponía el nombre, eran indistinguibles de pedazos de madera, ropa vieja o cartones.

¡Qué emocionante habrá sido triunfar! Verse en el podio bajo la mirada de todos después de tanto sacrificio. ¡Qué reacciones poderosas habrá suscitado en la autoestima! ¡Qué orgullo para su familia y amigos! Y, sin embargo, ahora eran basura. ¿Por qué? ¿Quién habrá visto inmundicia y futilidad donde otros vieron un trofeo? ¿Quién habrá decidido que aquello no merecía pasar a la memoria familiar, a las batallitas de la cuadrilla de amigos o a los cuadros institucionales?

Imaginé que se habría limpiado un piso y que nadie tendría compromiso afectivo con su antiguo habitante y habrán dicho «¿y esto?, nada, a la basura». Nadie se detuvo o se interrogó sobre la historia que sostenía aquellos objetos, las narraciones que convertían aquellos objetos en testimonios de una vida y una época.

Mi padre fue corredor de motocicletas en pistas de tierra cercanas a la Patagonia argentina, lo atestigua una vieja mochila repleta de trofeos y un álbum fotográfico con recortes periodísticos. Hoy en su silla de ruedas recuerda aquellos momentos luminosos de su vida que abandonó voluntariamente por el nacimiento de su primer hijo. No se arrepiente de sus decisiones, es feliz con ellas, pero debo reconocer que sus trofeos no acabaron en la basura porque una historia los rescató del olvido. Alguien que preguntó por el ‘Pato’ Cabrera y con ese seudónimo resucitó al héroe de una epopeya que, como todas, solo se mantenía viva en la memoria de algunos.

Vivimos en un mundo tan lleno de objetos igualados por el precio que nos olvidamos de que el valor de las cosas solo sobrevive por el recuerdo de los seres que nos respetan y nos aman. El precio, el que todo sea intercambiable por una abstracción social llamada dinero, se confunde con el valor. Y el valor de las cosas proviene de las narraciones que testimonian sus inertes presencias. Los objetos solo existen por las redes de historias que los sostienen y las narraciones sobreviven por la memoria.

La vida es un gran murmullo impersonal en el que de vez en cuando se distingue el sonido de una pequeña gesta. Pero si nadie la recuerda se hunde en el silencio de la historia, un silencio creado por la ingratitud de los contemporáneos o por el injusto ocultamiento de los poderosos.

Con mi maestro Roberto von Sprecher, y en la compañía de Walter Benjamin, aprendí que la mejor mirada sobre una sociedad y la historia proviene de los ojos del pepenador. En medio del mal olor y de la fealdad que todos esquivaban, el rebuscador de los basurales –periodista, historiador, sociólogo, ciudadano– encuentra silenciosos objetos que testimonian las historias olvidadas o, peor aún, ocultadas ignominiosamente.