Miel entre los rascacielos

Andrew Coté es el apicultor que impulsó la legalización de las colmenas. Estudió en yale, es máster en español y recolecta su tesoro en la ciudad

El apicultor, con un panal en la azotea del hotel Waldorf Astoria.
Miel entre los rascacielos
A. C.

Hay quien cree que Manhattan es un bloque de asfalto y cemento plantado entre el río Hudson y Long Island, pero si no fuera más que una pila de ladrillos impertérrita al aullido de las sirenas no podrían sobrevivir las abejas que Andrew Coté ha diseminado cuidadosamente por los tejados, parques, balcones y jardines del Bronx, Central Park o Harlem.


La película ‘El apicultor’ se proyecta estos días en el Lincoln Center durante el Festival de Derechos Humanos, pero es el apicultor de Union Square el que le ha robado las cámaras al del Kurdistán. Esta periodista, que le quita el sitio a las abejas en el asiento del copiloto, es la quinta del día que entrevista a Andrew. Le han precedido Fox, ABC, NBC, NY1 y ‘The New York Times’. No es un día cualquiera, pero sí uno más en la vida de Andrew. Ha empezado el verano y con él las llamadas de la Policía pidiéndole auxilio. Acaloradas, algunas abejas de la Novena Avenida se han desgajado de su colmena y han formado su propio enjambre bajo los andamios que protegen la puerta de un Starbuck, con la consiguiente alarma pública.


Andrew es el héroe que las ha capturado y se las lleva a casa en su furgoneta pick up, siempre envuelta en una nube de abejas con el olor dulzón de la miel que recuerda de su padre desde que era pequeño. De él aprendió el oficio, pero no es el único que sabe. Tiene varios masters, desde Literatura a Español, cursó estudios sobre Oriente Próximo en la prestigiosa Universidad de Yale, artes marciales en Japón, fue profesor de español en Ecuador, ha ganado una beca Fullbright, ha estado en el Ejército y ha enseñado el arte de las melíferas, que lleva cuatro generaciones en su familia, a los samburus de Kenia y a los suníes de Iraq. 

Tiene un cerebro privilegiado, pero inquieto, que tiende a aburrirse fácilmente con lo que deja de ser un desafío. Le gustan las abejas más que la gente. Al menos esa gente arrogante tan neoyorquina «que se cree muy sofisticada pero lo ha aprendido todo de los libros y no tiene ni idea de lo que es la vida», se indigna. «Pocos han pasado hambre o han estado en verdadero peligro».


Le matan especialmente esos que «hacen preguntas solo para demostrar lo que saben, y tienen la arrogancia de pensar que saben más que yo de mis abejas y de mis productos», se rebela. «Tengo poca tolerancia para las sandeces». Los turistas, sin embargo, le encantan. No le importa repetirles las cosas mil veces, hablarles en el idioma que haga falta y contestar a todas sus preguntas.


Desde que Nueva York legalizase las colmenas urbanas en 2010, gracias a la campaña que él mismo impulsó como presidente de la Asociación de Apicultores de Nueva York, la ciudad ha pasado de tener 12 colmenas registradas a 250 en solo cuatro años, y calcula que debe de haber entre 600 y 700 sin censar. Cualquier aficionado se hace llamar apicultor porque está de moda, pero que se dedique a ello a tiempo completo y como único medio para ganarse la vida, solo hay uno, recuerda él mismo.


A Andrew le va tan bien que gana más que cuando trabajaba de profesor, pero lo suda. Son siete días a la semana de sol a sol, soporta en invierno el viento glacial que silba por los tejados y en verano temperaturas de 40 grados dentro del mono de poliéster.«Son directas y honestas»

De las abejas ha aprendido que el trabajo duro rinde sus frutos, que hay orden en el caos organizado, que la vida no puede ser todo dulzura, también hay picaduras, y que aunque lo hagas todo bien en cualquier momento puede venir una urraca azul y comerse a la reina. «O sea, no lo puedes controlar todo». A diferencia de esos neoyorquinos pedantes que le ponen los nervios de punta, «con las abejas uno siempre sabe dónde pisa: son directas, honestas, si no están contentas contigo te lo harán saber y si las tratas bien tendrás un resultado con el que puedes contar».


En sus 33 años de apicultor ha aprendido que las abejas «no son hipócritas, ni engañan, manipulan, o mienten», dice sin ocultar cierto resentimiento. Pero en los siete que lleva instalando colmenas en Nueva York ha aprendido algo que las abejas no le habían enseñado: «No puedo contentar a todo el mundo, así que he dejado de intentarlo».


Todos los años cambia de número de teléfono para que los nuevos aficionados no le persigan para que visite sus colmenas y les ayude a recolectar la miel. Los emails los borra sin leerlos, «y si no hubieras venido a buscarme al puesto, nunca te habría contestado», confiesa. Para quienes quieran llevarse a casa la miel de los rascacielos o el polen de Central Park, el puesto está los miércoles en Union Square, los viernes junto al Ayuntamiento y los domingos en Tompkins Square. Y si ven por la Octava Avenida una furgoneta envuelta en una nube de abejas, no dejen de buscar la mirada de niño que se esconde detrás del conductor impaciente. ¡Ojo con los picotazos y suerte con la miel!