Jim Morrison o la rebelión del rock

La vida y la muerte del Rey Lagarto, el líder de Los Doors, es un misterio. Hace poco, en el mensual londinense ‘Mojo’, la cantante Marianne Faithfull revelaba que su entonces novio Jean Breteuil le había servido la heroína que acabó con su existencia. Quizá sea una revelación ociosa y a destiempo acerca de un mito irreductible

Jim Morrison, el líder del grupo de rock estadounidense The Doors, en una icónica fotografía. Fue tomada por Joel Brodsky en el año 1967.
Jim Morrison o la rebelión del rock

«Soy el hombre de la libertad. Esa es toda la fortuna que tengo». James Douglas Morrison (Melbourne, Estados Unidos, 1943-París, 1971) fue un hombre ingenioso, de frases inspiradas, que llegó al rock para cambiarlo y para hacer una doble revolución: la suya propia y la de las masas. Y en ese proceso, breve, de poco más de seis años y un buen puñado de canciones, descubrió el laberinto de la autodestrucción. Fue muchas cosas: un cantante, un conquistador, un provocador de la política y el sexo, un poeta y un líder de la juventud, y fue el Rey Lagarto. James Douglas Morrison fue muy aficionado a los mitos, a la fantasía, a los símbolos: le apasionaban poetas como Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud, a quienes rindió homenaje en sus temas, admiraba a los indios y se sintió un chamán. 


Su existencia es un paseo por la brillantez, la excentricidad y el desgarro. Y su muerte sigue dando que hablar: es la culminación de un destino anunciado y quizá de una desesperación creciente. Fue, como los grandes divos del rock, hosco, seductor, provocador, rebelde y genial. Lo encontraron en la bañera de su apartamento; dicen que fue víctima de un infarto tras haber consumido alcohol; otros dicen que murió por sobredosis de heroína y otros sospechan que desapareció –en una de sus múltiples metamorfosis– y que andará por ahí. Estos días Marianne Faithfull ha dicho que seguramente sería su novio de entonces, Jean de Breteuil, un ‘camello’ aristócrata, quien le habría vendido una dosis mortal de heroína y por lo tanto habría provocado, accidentalmente, su fin. Una veloz carrera

Su padre era almirante de la marina y por eso tuvo una infancia nómada. Pintaba, dibujaba y pasaba muy buenos momentos en la biblioteca de su abuela. Era muy brillante. Estudió en la Universidad de Florida y se matriculó en cine en la UCLA, Los Ángeles, donde coincidió con Francis Ford Coppola. Cuando se licenció, según ha contado su padre, no pidió un coche como la mayoría de sus compañeros, sino las obras completas de Nietzsche. Se instaló en Venice Beach porque quería dedicarse a la escritura y quizá quería probarse en el amor, en el sexo y en las drogas. Él mismo contó que en un verano inolvidable y decisivo descubrió el poder de la música. Escuchó muchos temas, intentó aprendérselos de memoria y luego, en un país dominado por el country y el blues, se aficionó a Elvis Presley, que sería su auténtico dios, y también a Frank Sinatra. Un día, su amigo Ray Mandarek, que había estudiado con él y era teclista, le oyó recitar uno de sus poemas, ‘Moonlight Drive’. «Nunca había oído versos de una canción de rock como esta antes. Hablamos un poco antes de decidir tener un grupo juntos y hacer millones de dólares», recordaría Manzarek, que falleció el pasado año. En 1965, con Ray y con Jim, que apenas había cantado en su vida, nacieron The Doors. Tomaban el nombre de un poema de William Blake. Se les unieron Robby Krieger, guitarrista, y John Densmore, a la batería. 


Al principio tocaron en bares, en pequeñas salas, pero los éxitos no tardarían en llegar. Los Doors, sobre todo a través de su líder tan carismático, eran conscientes de que los tiempos estaban cambiando: se desarrollaban las culturas hippie y underground (Jim adoró a Kerouac); empezaban a sonar figuras como Jimi Hendrix y Janis Joplin y una formación como Pink Floyd; los Beatles y los Rolling conquistaban a los jóvenes, y el mundo se debatía en numerosos conflictos. Nacían los grandes festivales. Los Doors publicaron su primer disco el 4 de enero de 1967, con el título del grupo, y el mundo empezó a estremecerse. Morrison, bello y seductor, procaz y maldito, rompía corazones, animaba orgasmos y agitaba conciencias. Ahí estaban canciones como ‘Light my Fire’ o ‘The End’, que sufrió alguna censura y fue una pieza mítica, como lo sería ‘Riders on the Storm’, para muchos su mejor canción. 


Por cierto, John Densmore tituló así sus memorias, ‘Jinetes en la tormenta’ (Grijalbo, 1991), y confiesa: «A mí me encantaba su forma de cantar». El locutor de la cadena Ser Pedro Elías dice a HERALDO: «Siempre me ha parecido exagerada la veneración hacia su persona, desmesurada tras su muerte. La única canción de los Doors que me sigue alucinando como el primer día es esa, quizá una de las más atípicas de su repertorio». La evolución de Morrison es realmente compleja: coqueteó siempre con algunas drogas (el peyote, la marihuana, el LSD), bebía mucho (por necesidad y por estética vital) y su puesta en escena se complicó. Fue arrestado en algunas ocasiones, acusado de obscenidad y de promover la revolución. Su «amor cósmico» y tortuoso fue Pamela Courson. Autodestrucción

«Cuando se dio cuenta de que se había convertido en un Dionisos adorado y que sus esfuerzos por ser considerado artista (y poeta) serio se limitaban al morbo que provocaban  sus descomunales borracheras y las vergonzosas tanganas que surgían en sus conciertos para horror de sus (excelentes) compañeros,  decidió destruirse físicamente. Engordó hasta la obesidad mórbida, grabó uno de los mejores discos de la época, ‘L. A. Woman’, y se marchó a París decidido a no volver jamás con los Doors y escribir poesía», explica el crítico musical Juanjo Blasco, y agrega: «Lo cumplió». Un día, Morrison había escrito: «El futuro es incierto y el final siempre está más cerca».