Reacciones a la muerte del escritor

Viva Javier Tomeo

Vi a Javier Tomeo una sola vez, cuando vino a presentar sus cuentos completos editados por Páginas de Espuma, el pasado otoño, en el hall del Teatro Principal. Era un viejo gigante vestido de oscuro, sentado en una silla escasa, rodeado de verdes y dorados, con cara de no encontrarse demasiado cómodo allí. Nos devolvía una mirada de bestia enjaulada, una mirada en escorzo, remota, como si fuera un ejemplar único, el último, de alguna especie extraña. Como un dinosaurio de aire vagamente humano nos miraba Tomeo al firmarnos los libros. Entonces me atreví a decirle lo mucho que me gustaban sus cuentos. Yo lo admiraba sobre todo por sus Historias mínimas y porque a un hombre que es capaz de hacer hablar a dos esqueletos que piensan que hicieron mal en morirse no queda más remedio que admirarlo.


Aquella tarde Tomeo habló del mundo animal, nos dejó imaginarlo sentado en su casa de Barcelona, consultando sus enciclopedias sobre insectos, conversó con Daniel Gascón y escuchó con amabilidad a las dos actrices que leyeron algunos de sus relatos. Desde lejos, desde un tiempo, la vejez, desde un lugar, esa estatura anómala, ese castillo kafkiano de su cuerpo en el que seguía atrapado un escritor ogro, de aspecto feroz y corazón suave.


Ahora nos toca tan solo imaginarlo llegando lentamente a la tapia del cementerio, apoyado en su bastón, para darles palique a Esqueleto A y Esqueleto B. Para lanzarles algún requiebro a los fantasmas de mujeres hermosas, aprendiendo a esperar, hasta que los árboles vuelvan a ser verdes. Confiando en el regreso de la carne.


Viva Tomeo.