Perfil

Un intelectual de la escena

Mariano Cariñena ha sido uno de los creadores más polifacéticos del teatro aragonés. Solía decir: ?Para mí lo más importante es la palabra, el actor, sobre todo la palabra, y la expresión corporal y facial?.

Mariano Cariñena (Zaragoza, 1932-2013) ha sido uno de los creadores más polifacéticos del teatro aragonés. Lo era todo: actor y autor, escenógrafo y decorador, director de escena y pintor. Y era, sobre todo, un soñador de espacios que anhelaba que las historias se contasen bien: con equilibrio, con armonía, con claridad. Solía decir: “Para mí lo más importante es la palabra, el actor, sobre todo la palabra, y la expresión corporal y facial”.


Agregaba de inmediato: “Yo lo primero que pretendo siempre hacer en el teatro es contar bien la historia. Yo soy muy maniático en este sentido. Me gusta ir muy a fondo y tratar de dar lo más claramente posible la historia que hay allí dentro”. Mariano fue un niño de calle, que se movía por la plaza de los Sitios, los caminos y los lavaderos del Huerva y la fábrica Loscertales; frecuentaba el Club de Tenis y pronto se convirtió en un estupendo nadador.


Había estudiado, como José Antonio Labordeta, en el Colegio Alemán. Quiso ser arquitecto y pintor, y estudió en Alejandro Cañada, en Zaragoza, y en Barcelona. Estuvo una temporada en París y, ya de vuelta, expuso en Víctor Bailo y pintó una colección de cuadros para una urbanización marítima.


A partir de ahí, ya en 1961, empezaría a trabajar en el teatro: debutó como decorador de ‘El embrujado’ de Valle-Inclán, para el TEU de Juan Antonio Hormigón. Y poco después fundaría en Teatro de Cámara, un proyecto que se inició en 1963 con ‘Lo invisible’ de Azorín y que culminó cinco años después con ‘La cárcel de Sevilla’ de Cervantes y ‘Bilora’ de Ruzzante. En medio, entre otros, montó piezas de Max Frisch, Arrabal, Ionesco, Tirso de Molina o Strindberg.


Mariano Cariñena siempre iba por delante con sus propuestas. En su teatro había siempre una opción personal, que mezclaba el riesgo, la pedagogía y la praxis de una idea de revolución dentro de una factura más bien clásica. El Teatro de Cámara daría paso al Teatro Estable, que contó con muchos actores y colaboradores: desde María José Moreno y Luisa Gavasa a Eduardo González, Balbino Lacosta o Fernando Lalana, por decir algunos nombres.


Los proyectos de Mariano Cariñena tenían algo de entramado cultural complejo donde había lugar para todos. Fue un dramaturgo de orientación marxista que colaboró con otros, ya fuera desde su compañía o desde la Escuela Municipal de Teatro. Allá donde estaba contagiaba su curiosidad: su pasión por la literatura y la música, su sentido histórico, su concepción de la escena, su interés por descubrir autores intensos, profundos, que ofrecieran una mirada renovadora y crítica. Era un conversador nato, que igual hablaba de pintura, de tenis o de fútbol, que de los secretos de Bertolt Brecht.


Con el Teatro Estable montó a Miguel Labordeta, a Jaime de Huete, a Peter Hacks, discípulo de Brecht, a Darío Fo, a Cervantes, a Arrabal, que era a la postre su dramaturgo más amado. O uno de los más amados, como se vio en los últimos años que estuvo al frente de la Escuela de Teatro.


Mariano Cariñena ha sido un pensador del teatro, un soñador de arquitecturas interiores, un estudioso del espacio escénico. Le apasionaba la historia. El Romanticismo, la Revolución Francesa, la Edad Moderna, los misterios de la historia de Alemania. Y todo ello lo trabajaba con profundidad. Carecía de pereza. Era metódico y a la vez caótico. Igual se atrevía con Fassbinder que con Heinrich von Kleist; adaptaba las obras, las traducía, las depuraba, se carteaba con los dramaturgos si estaban vivos. Era un hombre de teatro en el sentido más frondoso del término.


Era un actor, como vimos en ‘Johannes’ de Graciela de Torres Olson, un autor de textos para niños, un creador de mitos, y alguien que podía sentirse tan feliz en el Teatro Principal como en su torre de campo, con Marisol su mujer, su hijo Bucho y sus perros. Nos ha dejado un intelectual que ha formado parte del paisaje de la cultura de Zaragoza y de Aragón durante mucho más de medio siglo.