Memoria

Es la historia, y no la memoria, la que puede abrir la puerta a la articulación cívica del presente con el pasado.

Hace ya algún tiempo, David Rieff nos llamó la atención sobre los problemas derivados de atribuir, sin más, virtudes éticas a la memoria. El argumento del reportero americano era que la memoria era capaz de provocar efectos benéficos, cierto, pero también de desencadenar reacciones perversas. De su experiencia personal en numerosas sociedades desgarradas por la guerra había llegado a la conclusión de que, en muchos casos, la memoria solo había servido para retrasar la llegada de una solución.

La memoria es, por definición, subjetiva y cambiante. Crece y se alimenta de un pasado modelado a la medida de los sentimientos. Su vinculación con los hechos es sentimental. Ese es su enorme potencial: ser capaz de evocar una conexión con el pasado que se experimenta como cierta. La memoria individual se puede permitir, sin mayores problemas, esta subjetividad cambiante. Pero, ¿qué pasa con la construcción de una memoria colectiva? ¿Nos podemos permitir una memoria histórica subjetiva y cambiante?

Pese a la fortuna que en España ha tenido la expresión ‘memoria histórica’, las políticas de la memoria, es decir, los procesos de gestión del pasado impulsados por los poderes públicos, no pueden estar inspirados por la memoria. Es la historia, con su voluntad de comprensión global, crítica y explicativa, la que puede abrir la puerta a la articulación cívica del presente con el pasado en la sociedad actual. De lo contrario, estaremos abocados a una eterna colisión de memorias oficiales discrepantes.

Pedro Rújula es profesor de Historia Contemporánea (Unizar)