Diario de Suiza y de la Alta Saboya: Chillon, Broc, Gruyeres, Lausana

El escritor Ricardo Lladosa sigue su ruta por Chillon, Broc, Gruyeres y Lausana.

Bahía de Montreux desde el castillo de Chillon.
Bahía de Montreux desde el castillo de Chillon.
Ricardo Lladosa

El castillo medieval de Chillon es, según las guías, el monumento más visitado de Suiza. Hace ya tiempo recuerdo haber escrito sobre la existencia de una sociedad turística: el conjunto de seres humanos itinerantes que ejercen el turismo. Se caracterizan por utilizar ropas cómodas, adecuadas a la previsión meteorológica y por querer perpetuar el recuerdo de sus viajes en fotos y vídeos. Da igual su nacionalidad porque su conducta es análoga: llegan a un sitio con un plan establecido que cumplen con rigor y se marchan. Los turistas son, en efecto, una sociedad internacional cuyo territorio son los lugares turísticos: el castillo de Chillon, la Sagrada Familia de Barcelona, la estatua de la Libertad de Nueva York… Lo único que resta para que exista un estado turístico es un poder central con un gobierno de los turistas y un parlamento turístico que imponga unas leyes que prohíban, por ejemplo, visitar la torre Eiffel en días nublados, debido a la malas condiciones para la fotografía. Porque uno de los derechos y deberes esenciales del turista es el de fotografiarse con el monumento visitado al fondo de la imagen. El civismo del turista, su ética, se mide por la calidad de sus instantáneas.

Nosotros escogemos para que nos fotografíen a una pareja de belgas de la tercera edad, ambos robustos y con expresión flamenca. Él es un turista ejemplar, quiere sacar en la imagen los macizos florales de la derecha y el torreón norte del castillo, sin cortar un ápice del chapitel. Cuando se despide, tras tomar la instantánea perfecta, le deseamos suerte para la semifinal del mundial que Bélgica jugará por la tarde contra Francia. Los dos parecen serios y aburridos. ¿Por qué habrán viajado hasta allí? El tedio se dibuja en el rostro de ambos. Con su visita parecen cumplir un ritual, un imperativo ético: hacer una buena foto, recorrer el lugar silenciosos, enviar una postal a los nietos, comprar un imán para la nevera.

EL primer turista de Chillon pudo ser Jean Jacques Rousseau. En su novela 'La nueva Eloísa' –que todavía reposa sin abrir sobre el radiador de nuestro apartamento en Annemasse- inserta una famosa escena en el castillo. Durante los siglos XVIII y XIX, la novela fue un best-seller sin precedentes. Desde 1761, año de su publicación, a 1816, año en que la leían Byron y Shelley, se habían vendido más de cien ediciones. Todos los turistas de la época deseaban conocer el lugar en que Julia, la protagonista, se habían ahogado trágicamente: en el lago, frente al castillo. Byron y Shelley navegaron desde Cologny, en la otra punta del lago, hasta Chillon en aquel verano de 1816 y también estuvieron a punto de ahogarse debido a una tempestad. Byron se inspiró en el lugar para escribir un poema tan olvidado como 'La nueva Eloísa' llamado 'El prisionero de Chillon'. Y Dumas su prolijo 'El conde de Montecristo', que tampoco lee nadie hoy en día. Resulta curioso observar cómo cambia el canon literario a lo largo de las épocas.

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Abandonamos Chillon y continuamos nuestro periplo turístico en la villa de Broc, cantón de Vaud. Allí se ubica la Maison Cailler, una de las primeras fábricas de chocolate suizo. Cailler fue pionero en el procesamiento del cacao. Fue el primero que lo mezcló con la leche de las vacas frisonas y produjo las tabletas que hoy conocemos.

Mis hijos, Laura, Richi y Marina están radiantes, al fin van a hacer “algo divertido” –afirman, tras enterarse de que en la visita a la fábrica les darán chocolate sin límites-. Hoy la empresa pertenece a Nestle, que ha creado escenarios de cartón piedra para escenificar ante los turistas la conquista de América. Aparecen ante nosotros Carlos V, con su mirada de esfinge y Hernán Cortes, quien introdujo el cacao en Europa. Suenan rayos y truenos que aterran a Marina. Me pide que la coja en brazos y se aferra a mi cuerpo con sus manitas.

El momento más cinematográfico de la visita, por su extrañeza, es aquel en que se proyecta un filme, un dibujo animado de un hombre de espaldas en un sillón orejero. Está en una suntuosa biblioteca, con un anticuado teléfono a la oreja. El fuego crepita en la gran chimenea. El hombre es el señor Cailler. Al otro lado de la línea se oye la voz del señor Nestle que le responde. Nos hallamos en los años 30 del siglo XX, en una de las peores crisis económicas que se recuerdan. Cailler afirma que los Estados Unidos le acaban de devolver un pedido de chocolates de tropecientos millones –de pronto suena un trueno, como los de los seriales al estilo 'Falcon Crest'-. Las finanzas de Cailler peligran, la tranquilidad de su biblioteca de burgués también. El magnate habla en francés, con un hilo de voz misterioso y tranquilo: “¿Por qué no aprovechamos mi sabiduría en el procesamiento del cacao y tu habilidad en las relaciones internacionales para fusionar nuestras empresas?”. Suena otro trueno en la biblioteca… Aunque en la realidad no suena trueno alguno, se trata de una licencia literaria del autor de este diario, para añadir emoción al relato. Finalmente, Cailler y Nestle se fusionan y fundan la multinacional que conocemos hoy en día.

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Continuamos nuestro viaje por el cantón de Vaud en Gruyeres, centro turístico del famoso queso. Durante la visita se produce otro instante mágico, otro momento cinematográfico. Desde lo alto de una colina se alza el castillo, miro hacia abajo y observo una vista en picado del cementerio. Es un cementerio con el suelo de grava, sin un solo hierbajo. Entre una tumba y otra, todas ellas en superficie, habrá unos tres metros de distancia –a los suizos les desagrada la falta de espacio, detestan el apelotonamiento-. Casi todas las tumbas están recubiertas de flores frescas, de modo que los espacios frente a la lápida se convierten en parterres florales. De pronto pasa un rebaño de cabras, pero no podemos verlas. Tan solo oímos los cencerros, son pequeños y emiten un cascabeleo que quiebra el silencio. Laura, mi hija mayor, nos pregunta a Marta y a mí. “¿Por qué aquella tumba no tiene ninguna flor, es que el señor que hay dentro fue malo?”-

El día concluye en Lausana. Vamos directamente al puerto de Ouchy, también a orillas del lago Leman, donde acaba de dar comienzo la semifinal del mundial de Rusia que enfrenta a Francia y Bélgica. El partido se proyecta al aire libre en una pantalla gigante. Allí ya no somos turistas, sino extranjeros que se funden con el resto de los hinchas. Son sobre todo franceses que beben jarras de cerveza mientras jalean a sus equipos. A nuestro lado hay un grupo de chicas adolescentes con provocativos escotes y pantalones cortísimos que ríen sin parar. Una de ellas le pide su pelota a mi hijo Richi y trata de mantenerla en el aire. Sus senos bamboleándose al atardecer son un espectáculo de belleza barroca.

Al concluir el partido comienzan las pitadas de los coches, la exhibición de banderas francesas. Suena la marsellesa por todas partes. Esta noche, con la excusa de la victoria, muchos franceses darán rienda suelta a su ira, a su gula, a su lujuria, a su soberbia, a su 'joie de vivre' particular. Todo pecado conlleva su parte de alegría, porque si no la tuviera, ¿quién pecaría? El pecado caería en desuso.

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