Adiós a Manuel Arcón, decano de los escultores aragoneses

Fallece en Zaragoza a los 90 años a causa de una neumonía.

Manuel Arcón, en su útlima exposición en el Pablo Gargallo.
Adiós a Manuel Arcón, decano de los escultores aragoneses
Francisco Jiménez

El decano de los escultores aragoneses Manuel Arcón (Barasona, Huesca, 1928) falleció el pasado miércoles a los 90 años en el hospital Miguel Servet de Zaragoza a causa de una neumonía. Su última exposición, en noviembre de 2015, tuvo lugar en el Museo Pablo Gargallo, bajo el título ‘Las formas de la vida’. En aquel momento, desde su casa del barrio zaragozano de San José repasaba mentalmente su obra: «La estatua de ‘Ramón de Pignatelli’ (1988), que me salió redonda-; el ‘Caballo con desnudo’ (1970), que tiene buena aceptación; ‘Ídolo negro’ (1980), a la que le falta algo de altura... En general, estoy contento de mi obra y también de la exposición, que el día de la inauguración estaba llena, sobre todo de artistas. Me gusta porque ofrece una gran variedad de piezas que recogen todas mis tendencias, mis inquietudes de cada momento vital».

De carácter socarrón y con buen humor, el decano de los escultores aragoneses dejó su taller de la calle Monzón en torno a 2013 porque, según decía, «aunque la cabeza me funciona, de cintura para abajo no estoy bien». Entonces, con 87 años, no obstante, aún le seguían llegando propuestas de trabajo. La última, para un homenaje en torno a la figura de Santa Teresa de Jesús que tuvo que rechazar «con mucha pena».

Arcón inició su larga trayectoria profesional como aprendiz, a la antigua usanza, en el taller de Félix Burriel, al que conoció siendo alumno de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Zaragoza y con quien colaboró en la creación de ‘Monumento al ahorro’ (1943), que corona el edificio del paseo de Sagasta 2, en Zaragoza. Desde entonces, su obra ha ido salpicando tanto las calles de la capital aragonesa como de otras ciudades de la Comunidad Autónoma (Huesca, Híjar, Sabiñánigo, Alcañiz, entre otras).

Trayectoria artística

En Zaragoza, su huella artística se encuentra, por ejemplo, en la plaza de Ariño (monumento a Eduardo Jimeno), en la glorieta de La Balseta, avenida de San José (‘La lavandera’), en la basílica del Pilar (medallones conmemorativos de las visitas de Juan Pablo II, y en recuerdo de Pío XX), en la plaza de toros de La Misericordia (‘Goya en el tendido’), en la plaza de Sas (‘Fuente’), en el altar mayor del convento de las Carmelitas de la Puerta del Carmen (‘La Anunciación’), en la plaza de las Canteras (boceto original del Cantero)...

Decía Rafael Ordóñez en el catálogo de la exposición ‘Las formas de la vida’ que Arcón siempre quiso ser escultor, no por tradición familiar, sino por vocación. «A mí gustaba mucho dibujar, así que estando en la Escuela de Artes, me enteré de que Burriel necesitaba un ayudante y me metí hasta que poco a poco hice de esto mi profesión porque lo que quería de verdad es ser figura de la escultura y eso que al principio pasaba mucho frío con el barro y no me gustaba trabajar». «Mi trayectoria -contaba el artista- ha sido siempre la de aprender, no me ha importado el dinero porque ni con Burriel , ni con Enric Monjo, con quien trabajé en Barcelona, ganaba una perra».

Inspirado por artistas como Rodin, «el escultor del músculo»; o Maillol, «gran maestro de mi tiempo», Arcón es autor de una obra caracterizada por la limpieza formal y el acento en la expresión. Es el protagonista de una trayectoria dispar que ha pasado por distintas épocas y estilos. «He tratado de huir de la anécdota y de lo accesorio para centrarme en lo fundamental. Me ha gustado el arte moderno y, simplemente, he tratado de comprenderlo. Aunque me ha costado, creo que he conseguido algo, estar en la línea moderna, innovar», contaba Arcón desde el sillón de su casa.

De la figuración al abstracto

Sus primeros pasos en la escultura, figurativa entonces, los dio Arcón entre imágenes religiosas y encargos particulares. Tras casi 40 años desempeñando el oficio, con una clientela poco aficionada a la innovación, es a partir de la década de los 80 cuando empieza a recorrer un periodo de independencia artística, alternando su trabajo de siempre con una línea abstracta, donde domina la elegancia y la concisión formal. A partir de entonces se fueron sucediendo los encargos monumentales, la mayoría de carácter civil, como las esculturas de ‘Ramón Pignatelli (1988), ‘Módulo de agua’ (1989), ‘El esfuerzo’ (1988), ‘Goya en el tendido’ (1991)… hasta convertirse en un artista de una prolífica dedicación a la obra pública. Siempre ejecutando su obra con emoción plástica, siempre con interés por celebrar las formas de la vida.

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