Historias: esto era un telegrama

Su irrupción a mediados del siglo XIX aceleró el mundo, pero hoy prácticamente ha desaparecido. Sobrevive por su valor legal ante un tribunal y su carácter solemne para instituciones.

Pésame. Un telegrama enviado en el siglo pasado. El lenguaje se simplificaba porque se pagaba por cada palabra.
Historias: esto era un telegrama
Colpisa

Recibir un telegrama solía ser una mala noticia. Aquella hoja doblada y sellada solía encerrar anuncios funestos. Aunque no siempre. También había deportistas, por ejemplo, que eran convocados para la selección española a través de un telegrama. Y algunas familias tenían la costumbre de utilizar este servicio para felicitar las navidades. O el día de San José, que también es el del padre, en el que se mandaban tantos que eran conocidos como los ‘pepes’. Pero el tiempo pasó y la tecnología, con el correo electrónico y los mensajes de teléfono gratuitos, fue sepultándolo. Ahora prácticamente ha desaparecido, pero no del todo. Sobrevive por dos motivos: la aureola solemne y ceremoniosa que lo rodea, que hace que instituciones públicas, como la Casa Real, lo sigan utilizando, y su valor legal, como prueba judicial, ante un tribunal.

Los españoles mandaban más de 20 millones de telegramas en 1975; en 1991, ya solo 12,5 millones; unos 10 en 2000; 2,6 en 2005, y un millón y medio en 2012, el último año que se contabilizaron. Ahora solo es un servicio residual, que incluso puede utilizarse por internet. No se parece mucho ya a aquel primer telegrama, con el discurso de apertura de las Cortes de Isabel II, que viajó de Madrid a Irún el 8 de noviembre de 1854 picando puntos y rayas. El invento de Samuel Morse, que se había extendido por todo el mundo, llegaba a España. Dos años antes el Gobierno había ordenado un Real Decreto para la construcción de una línea telegráfica y en 1855 aprobó levantar una red nacional que estuvo completa en 1863, con 10.000 kilómetros de cables y 194 estaciones telegráficas. Unas décadas después, a finales del siglo XIX, España contaba ya con 32.500 kilómetros de líneas y casi 1.500 oficinas. Las comunicaciones iban y venían a diario.

El telegrama lo cambió todo. Desde el orden económico –las cotizaciones de la Bolsa podían llegar a diario– hasta el periodístico, que pasó de rellenar sus páginas con artículos de opinión a poder ofrecer algunas noticias ‘frescas’. La vida dio un acelerón a golpe de telégrafo. El cable submarino, después de que, en 1851, uniera Inglaterra y Francia, desde Dover a Calais, a través del Canal de la Mancha, fue acercando los países y en 1876 ya estaban conectados los cinco continentes. España siguió el ritmo. En 1859, acuciada por la Guerra de África, echó un cable de Tarifa a Ceuta, y uno más tarde, otro de Xàbia (Valencia) a Sant Josep de Sa Talaia (Ibiza). Y así, poco a poco, fue llegando lo demás: Barcelona-Mahón en 1861, Bilbao-Halmouth (Inglaterra) en 1872 o Cádiz-Santa Cruz de Tenerife en 1884. En esos años ochenta el país ya tenía conexión con sus colonias en Filipinas, Cuba o Puerto Rico.

Diez horas de ‘viaje’. El crecimiento de este sistema de comunicación exigió formar un gran equipo con sargentos y soldados licenciados del Ejército. Los 290 telegrafistas de 1855 se convirtieron en 3.500 en 1892. Fue, además, la primera administración en ofrecer empleo, como telegrafistas, a las mujeres. Ahí se conocieron muchas parejas, como los morsistas María Flor Martínez y Urbano Fernández, que trabajaban en el edificio Cibeles de la Sala de Aparatos de Telégrafos de Madrid y que, años después, hablaban en secreto delante de sus hijas durante las comidas dando golpecitos sobre la mesa con las cucharas.

Eran los años en los que un telegrama podía tardar ocho o diez horas en llegar a su destino, atravesando todos los nudos de la red nacional. El mensaje se transmitía pulsando una tecla manejada por un operario, el morsista o ‘manipulador’, que abría y cerraba la corriente eléctrica. Un pulso largo era una línea y uno corto, un punto. El receptor era una pluma movida por los impulsos eléctricos que transcribía esos puntos y líneas. Una impresora transformaba después el lenguaje Morse en letras hasta dar forma a un mensaje.

La muerte de un oficio

Al principio fue un servicio al que solo tenían acceso los más pudientes. Un telegrama, que se pagaba en función del número de palabras utilizado, podía costar 313 reales cuando el sueldo anual de un telegrafista, por ejemplo, era de 4.000 reales anuales. Poco a poco fue haciéndose algo más asequible y en 1861 tenía un precio aproximado de cinco reales. El mínimo eran cuatro palabras y el cliente prescindía de los artículos para abaratarlos. Los telegrafistas se especializaron en componer algo inteligible con el menor número posible de palabras para los que no podían permitirse grandes dispendios.

La II Guerra Mundial cambió el sistema. Durante el conflicto bélico se cortaron los cables y la comunicación empezó a hacerse por radio. Aquel método se acabó imponiendo y el paisaje se llenó de repetidores. El telegrama comenzó a decaer en los ochenta, en los noventa llegó la comunicación por satélite y en el siglo XXI fueron desapareciendo postes e hilos. Y con ellos, los telegrafistas. Moría un oficio y, casi, casi, un sistema de comunicación que había revolucionado el mundo. Y España con él. Como en las primeras elecciones de la democracia, en 1977, cuando los resultados se comunicaron por el servicio telegráfico y todos los morsistas tuvieron que trabajar aquella noche.

El telegrama ha ido desapareciendo en todas partes. La Western Union anunció en 2006 el cierre de su servicio de telegramas. La compañía estadounidense, que en su día, hace siglo y medio, reemplazó a los mensajeros del Pony Express, liquidaba el sistema de comunicación con el que transmitió a las familias el deceso de miles de soldados durante la II Gran Guerra.

Estados Unidos se había olvidado de los telegramas a pesar de que la empresa se fundó con una subvención de 30.000 dólares del Congreso. O de que en 1858 celebró un despampanante desfile con carrozas y fanfarria por la Quinta Avenida, en Manhattan, para festejar que 3.000 kilómetros de cable submarino habían unido, al fin, América y Europa. Dos barcos partieron de cada lado del Atlántico y se encontraron en medio del océano, engancharon el cable y regresaron de nuevo a puerto. Aquella conexión permitió que la reina Victoria enviara el primer telegrama al presidente James Buchanan. El mensaje tardó 17 horas y 40 minutos en saltar de costa a costa –unos dos minutos y cinco segundos por letra–. Esta línea duró tres semanas. El cable no resistió un aumento de potencia y se rompió. Estados Unidos e Inglaterra tuvieron que esperar seis años para restablecer esta vía de comunicación.

Aunque aún da coletazos. José Luis Rodríguez Zapatero todavía felicitó al Real Madrid por su título de Liga en 2008 con un telegrama. Como Angela Merkel a Mariano Rajoy después de su último triunfo en las urnas.

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