LA RECOMENDACIÓN

Cerdá o el arte de pensar con las manos

Julio José Ordovás dedica una monografía al pintor oscense que inaugura este jueves una exposición en Gil de la Parra.

El pintor Pepe Cerdá
Cerdá o el arte de pensar con las manos
JOSE MIGUEL MARCO

Pepe Cerdá (Buñales, Huesca, 1961) es un pintor que piensa, un pintor ingenioso al que le gustan los desafíos y contar historias hasta el fin de la noche. Es tan buen narrador oral como pintor: después de estar en París decidió regresar a Villamayor, en la entrada de los Monegros, y desde ahí contar el mundo, contarse, "pintar su autobiografía pintando su mundo cotidiano y abandonándose a su instinto", tal como dice Julio José Ordovás en el libro 'Pepe Cerdá. Entre dos luces', que publican Eclipsados y la galería Gil de la Parra, donde el artista oscense presenta mañana una selección de piezas de pequeño formato. Ordovás, en este delicioso libro-retrato, apunta otros dos detalles: "En el fondo es un sentimental, como todos los cascarrabias". Y, agrega: "Cerdá, que ha hecho de la amistad un arte, no podría vivir sin sus enemigos. Por ellos pinta. Para joderlos".


Ordovás ha ordenado este libro tan cuidado y brillante en torno a un conjunto de sustantivos que definen la pintura y los temas del artista: retrato, parecidos, cielos, luces, lugares, árboles, caminos, deshielo, caras y tiovivos. Y así, como quien no quiere la cosa, repasa las claves de un artista que se siente pariente de Pradilla, Sorolla, Rusiñol; de Hopper y David Hockney por instantes; de Marín Bagüés como cazador de las luces doradas del desierto, de Darío de Regoyos, pero también de Constable, Corot y Velázquez, que pintaba mejor los cielos que Goya, que los hacía como un "atrezzo", según Julio José Ordovás.


Pero quizá con el artista con quien más se siente más identificado podría ser Renoir: el autor traza un retrato paralelo de afinidades, cuya síntesis es esta sentencia: "Cerdá, como Renoir, piensa la pintura con las manos".


Pese a su brevedad, este es un libro detallista, lleno de intuiciones felices y de juicios que parecen muy atinados. Por ejemplo, al hablar de los cielos, dice Ordovás: "Cerdá pinta el movimiento del cielo, que es una manera de registrar el fluir del tiempo y el peso de la vida". Y añade otras imágenes poderosas: "Cerdá ha pintado cielos que se abren y se cierran sobre la tierra como la tapa de un ataúd. Aplastantes cielos de plomo, asfixiantes cielos de plástico y cielos de cristal que, al resquebrajarse, caen sobre la tierra como cristales".


Al enunciar la importancia de las luces, matiza: "Cerdá pinta un camino que se adentra en la oscuridad y se pierde en ella. Y pinta el dispendio lumínico de la modernidad, preguntándose, como Pla, ¿quién paga todo esto?". Cerdá también es el artista de los árboles, que se ha permitido un lujo, como dice Ordovás con algo de humor, de inventar: "El arbolado aragonés cuenta con una especie insólita, por su exotismo, y precisamente fue Cerdá quien la pintó. Se trata de un árbol cabaretero: la palmera de El Plata".


Pepe Cerdá es el pintor de las gasolineras, de los caminos, de los deshielos del río Ebro (que suena distinto en cada estación: a Beethoven, a Bach, a Mozart o, en verano, como "un organillo de ciego"), de los tiovivos que le remiten a sus orígenes y a esa relación tan especial de cariño y reconocimiento que tiene con su padre, pero también a otras cosas: al niño que fue, al adolescente que se corría sus primeras juergas. De ahí que "más que melancolía, en la pintura de Cerdá hay resaca e incertidumbre".



Pepe Cerdá. Entre dos luces. Julio José Ordovás. Eclipsados / Gil de la Parra. Zaragoza, 2011. 86 páginas.