MUSEO PABLO SERRANO

El nuevo rostro vertical de Zaragoza

Análisis estructural de un edificio que supone un nuevo lugar de encuentro para la cultura.

El aspecto exterior, plenamente vertical y escultórico, del Museo Pablo Serrano de Pérez Latorre.
El nuevo rostro vertical de Zaragoza
JESúS MARCO

Las ampliaciones sobre edificios existentes suelen ir acompañadas de cierta polémica. Quizás, porque subyace un reparo por parte del ciudadano a que los arquitectos modifiquen las imágenes cotidianas de la ciudad. Se aplaude la aparición de edificios capaces de generar nuevas presencias y renovados contextos urbanos, pero prevalece la crítica a la hora de evaluar la alteración de un icono, por justificado que esté. París necesitó varios años hasta asimilar las pirámides de vidrio del Louvre, la ampliación del Museo del Prado tampoco estuvo exenta de críticas hacia el experto Rafael Moneo, y desde luego, el nuevo Instituto de Arte y Cultura Contemporáneo, levantado sobre la antigua Fundación Pablo Serrano, ha sorprendido a los aragoneses.


Las ciudades, y en especial Zaragoza, más allá de gustar se sienten, y la alteración de los paisajes urbanos cotidianos genera una ruptura en la comprensión e identidad de los mismos que inquieta al ciudadano acostumbrado a la nostalgia de lo que siempre estuvo allí. Pero la ciudad es un ente vivo, y al igual que sus habitantes, se transforma con el paso de los años a través de sus arquitectos, que como hombres de su tiempo, tienen la responsabilidad social de construir para el mañana. Por ello, era de esperar que la ampliación de la antigua Fundación resultara coherente con los principios culturales que alumbran el presente, y fuera capaz de lanzar un discurso contemporáneo sobre los criterios intervensionistas que presiden el debate actual sobre crecimientos en edificios existentes. El mimetismo historicista, por muy silencioso que parezca, nunca ha constituido una forma de integración y más bien sugiere desconsuelo que placer. Los volúmenes abstractos y puristas de los 80 y 90 han quedado atrás, incapaces de satisfacer a un público exigente y ansioso por el espectáculo y la renovación de las identidades.


Las manifestaciones expresionistas tienden a dinamizar y agitar los contextos, impulsando la crítica en relación directa con el grado de osadía inherente en ellas. En las últimas décadas hemos vivido el énfasis tecnológico de los años 60, sustituido por la pasión sociológica de los 70 y el ardor artístico de los 80. La década anterior inició un proceso hacia la búsqueda de iconos como resultado de una voraz sociedad mediática de cuya hoguera de vanidades sólo nos queda el sabor a cenizas de una crisis que ha inmovilizado a la sociedad. En este contexto, no parece desacertada la introducción de una tilde agitadora en un entrañable Paseo de nuestra ciudad, capaz de hacer girar la cabeza a un ciudadano más necesitado que nunca de ilusiones.


El nuevo Instituto presenta una doble escala: humana y urbana simultáneamente. Por una parte, las texturas de los muros de ladrillo y hormigón de los antiguos talleres y de la Fundación Pablo Serrano entran en contacto con el peatón manteniendo el zócalo histórico de la memoria del lugar. Por otra parte, los prismas metálicos y acristalados de la ampliación se elevan reivindicando una escala urbana que dibuja un nuevo horizonte dentro de la compleja monotonía del Paseo María Agustín. Los lienzos de aluminio lacado, de apariencia líquida y cristalina, nos trasladan hacia un desconocido futuro que tan solo podemos intuir. El resultado de todo ello es la propia historia de nuestra ciudad; el ladrillo que ha inmortalizado su carácter, el hormigón como reflejo de la voluntad aragonesa y los nuevos revestimientos metálicos que proyectan Zaragoza hacia ese estadio de gran metrópoli al que inexorablemente nos dirigimos.


El Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneo es algo más que su apariencia. Se ha creado con la voluntad de alojar una serie de espacios destinados a potenciar la inquietud artística de los ciudadanos. Sus 9.260 m2 de superficie dan cabida a un ambicioso programa de salas expositivas, biblioteca, salón de actos, tienda y una apacible terraza-café desde donde se enmarcan atractivas vistas de la ciudad. Para acceder a todo ello, un sistema de escaleras mecánicas, encajadas en un atrio de espectacular verticalidad, dirige al visitante hacia unos sorpresivos espacios que va descubriendo a la par que recibe regalos visuales que solo una acertada arquitectura es capaz de generar. Desde el vestíbulo de acceso se intuyen los viejos muros de ladrillo y hormigón de las construcciones pasadas, al mismo tiempo que se insertan nuevos elementos de textura metálica que nos anticipan el discurso tecnológico que ocurre en las plantas superiores. Las salas de exposiciones van sucediéndose alineadas verticalmente, sorprendiendo por un control geométrico edulcorado con un pavimento de baldosín cerámico de connotaciones urbanas y un techo de bafles metálicos que camuflan proyectores de luz fría.


La iluminación natural se desliza a través de místicas chimeneas blancas que matizan el ambiente rompiendo la penumbra para alcanzar el nivel lumínico adecuado. La última planta se abre hacia la ciudad a través de la terraza, donde los lucernarios de las salas se elevan como esculturas prismáticas de aluminio, encuadrando diferentes horizontes urbanos sobre una alfombra de madera, con la cafetería como acontecimiento participativo.


La secuencia a través del edificio resulta armoniosa y de fácil comprensión. La aguda verticalidad del atrio de ascenso queda compensada por una cierta horizontalidad de los espacios expositivos que nos obliga a levantar la vista hacia el cielo en cada una de las torres de luz que vuelcan la iluminación hacia el interior.


Más allá de una percepción doméstica del espacio se reconoce desde el comienzo una clara voluntad de crear ambientes institucionales sometidos a la cultura artística. El edificio juega con la percepción del visitante; la luz se puede respirar del mismo modo que se puede escuchar Zaragoza a través de los escapes visuales y miradores del interior, que van mostrando al espectador la complicidad del edificio con la ciudad. El grave murmullo de las escaleras mecánicas rebota sobre el revestimiento metálico de la pared para fundirse con la música de los zapatos del público que acarician la cerámica del pavimento. La acústica del interior funciona con equilibrio, los sonidos agudos quedan absorbidos mientras que los graves se transforman en sollozos. En la terraza, el suelo de madera es capaz de trasladar al viajero del edificio a la cubierta de un barco con la ciudad por océano. Al final, el visitante se siente satisfecho.


La Arquitectura le ha ido mostrando espacios y sensaciones capaces de generar esa placentera sensación de evasión que sigue perdurando cuando abandonas el edificio, como resultado del esfuerzo creativo por orientar el ejercicio arquitectónico al servicio del hombre y de la vida.


El Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneo supone un nuevo lugar de encuentro para la cultura de nuestra ciudad. Una Zaragoza, que ha realizado un ímprobo esfuerzo en los últimos años reivindicando una posición hegemónica entre las principales metrópolis del país.


A la creación de los nuevos barrios residenciales de profundo fondo social, le siguió la transformación del espacio público con el acondicionamiento de las riberas fluviales y los entrañables circuitos para bicicletas, culminando con el mayor acontecimiento internacional que ha vivido Zaragoza: la Exposición Internacional de 2008. La aparición del tranvía prolonga la ilusión de una ciudad que lucha valientemente contra la resignación inmovilista, inaugurando recientemente en el Paseo María Agustín lo que sin duda será un nuevo icono artístico como contrapunto del malogrado Fleta.


La construcción del IAACC levanta un nuevo discurso sobre el verticalismo como una nueva forma de pensar la ciudad frente al lacónico bidimensionalismo. La metrópolis moderna está destinada a buscar nuevas formas emblemáticas, que puntúen su perfil y lo esculpan en el cielo, dejando atrás la banalidad repetitiva propia de sociedades adormecidas.


El Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneo ha creado un nuevo rostro en la ciudad, reflejo de un arquitecto que con cada obra inicia un viaje presidido por la persistencia, la imaginación, la exuberancia, y por encima de todo, por la insaciable búsqueda de la experimentación creativa. En este edificio se ha detenido para siempre el tiempo utópico de optimismo y esperanza de una ciudad que apostó con fuerza por construir su futuro.