LIBROS

Ariel rescata la mejor biografía de Joaquín Costa

El hispanista inglés George J. G. Cheyene firmó en 1972 un libro que revelaba "la auténtica dimensión de la tragedia personal" del polígrafo aragonés. Se reedita en el centenario de su muerte.

Retrato de Joaquín Costa pintado por Victoriano Balasanz en 1913.
Ariel rescata la mejor biografía de Joaquín Costa

De Joaquín Costa (1846-1911) se ha dicho casi de todo. Desde quien lo vio como un prócer fascista hasta Giner de los Ríos, que lo definió como "el más adorable baturro que existe". Y Josep Fontana lo describió como "un titán nebuloso", fiel a sí mismo, "un hombre que buscó la renovación de su país a través de una política avanzada: por una vía revolucionaria, si fuera preciso". Fontana lo perfila así en el libro 'Joaquín Costa, el gran desconocido' de George J. G. Cheyne, publicado en por primera vez en el año 1972, un volumen que deja al descubierto "la auténtica dimensión de la tragedia personal de Costa" y que sigue siendo "la mejor biografía" del polígrafo montisonense que falleció en Graus el 8 de febrero de 1911, hace ahora casi un siglo.


El 'costista' Eloy Fernández Clemente, en un extenso epílogo que hace inventario de los trabajos publicados en los últimos treinta años, dice que "Cheyne ha sido no solo el mejor hispanista inglés sino sencillamente el mejor de todos los estudiosos de la vida y la obra de Joaquín Costa".


'Joaquín Costa, el gran desconocido' acaba de aparecer de nuevo en el sello Ariel, en coedición con diversas instituciones aragonesas: la Institución Fernando el Católico, el Instituto de Estudios Altoaragoneses y la Fundación Joaquín Costa. El volumen tiene 288 páginas y cuenta, además de con la citada aportación de Eloy Fernández Clemente, con un prólogo de Josep Fontana.


Lector compulsivo

Hijo mayor del campesino el Cid, todo un personaje en Graus y Monzón, Joaquín Costa nació en Monzón en 1846 y vivió en Graus entre los años 1852 y 1863, donde se reveló como un chico aplicado y superdotado, que intentaba aliviar a través de la cultura una vida que le resultaba áspera y monótona. Escritor desde muy joven de diarios, un tanto deslavazados, confesaba: "Mi afición a los libros era desmesurada. Los que podía encontrar en Graus no servían ni bastaban a llenar ese deseo infinito de saber que bullía en mi alma".


Leía libros y libracos sin parar, y mostraba su mal genio cuando se veía obligado a dejar de hacerlo por cualquier circunstancia. Desde muy pronto, Joaquín Costa se reveló como un joven afanoso y apasionado, que se siente desdichado, que a veces barajó incluso la idea del suicido y que vivía en una extrema pobreza, que nunca le iba a abandonar. Muchas páginas más adelante, dirá Cheyne: "Costa, sin duda, no fue feliz. Sus sueños no se vieron nunca satisfechos ni en el terreno académico, ni en el político, ni en el de los afectos".


Se revelará como un gran luchador: en 1863 viajó a Huesca para servir al cacique Hilario Rubio. Hizo de todo en esca ciudad: trabajó de peón en la reconstrucción del castillo de Montearagón, fabricó jabón, levantó los planos para la instalación de una bodega y para crear una verja en la catedral.


Escribe George J. G. heyne que, lejos de mostrarse resentido, buscaba la perfección en su quehacer. A la vez que trabajaba, asistía a las clases del instituto, y lograba medallas en las diversas asignaturas, aprendía francés e italiano e impartía clases de inmediato, y redactaba cuentos, poemas en prosa, pequeños libros, e incluso proyectó un 'Tratado práctico de Agricultura', del que solo esbozó algunas páginas.


Unas de las principales aventuras de ese momento fue que presentó su candidatura como albañil para asistir "de artesano discípulo observador" a la Exposición Universal de París de 1867. Gracias al oscense Manuel Camo, le dieron una de las doce plazas, lo que le iba a posibilitar permanecer nueve meses en París. Escribiría: "Aquí fue mi golpe de gracia: mi viaje a París y la Exposición Universal (?) En Francia he concluido de aprender lo que son grandes obras y grandes empresas".


Poco después, se trasladaría a Madrid e iniciaría su carrera de tantas direcciones y de tantos obstáculos, algunos de índole personal, derivados de su carácter montaraz y retraído y de una penosa enfermad: la distrofia muscular progresiva, que le llevó a acudir a un curandero de Laluenga. Amó a varias mujeres: a la enigmática Pilar, a Fermina Moreno, que jugó el doble papel de amante y madre, a Concepción Casas, la joven oscense cuya familia le rechazó por sus ideales republicanos, a Elisa, que le daría su única hija: Antígone, también conocida por María Pilar.

 

Revolución de ideas

Joaquín Costa intentó muchas cosas: escribió sin cesar, fue uno de los más grandes oradores de su tiempo, se vinculó a la Institución Libre de Enseñanza, ingresó en la Real Academia de la Historia y nunca llegó a ser catedrático. Vivió como pudo: como oficial letrado, de profesor más bien ocasional, fue pasante de Gabriel Rodríguez, notario, abogado, etcétera. Y se convirtió en uno de los apóstoles del Regeneracionismo porque tenía "un programa para una revolución de ideas en el País".


Firmó libros como 'Oligarquía y caciquismo'. Intentó crear un proyecto político con Unión Nacional, al que se sumaron su paisano Basilio Paraíso y Santiago Álvarez, pero al final quedó fuera, en tierra de nadie, en la ardiente oscuridad de una pugna íntima entre la conciencia y la conveniencia.


En el año 1904, se retiró a Graus, y allí vino a buscarlo Lerroux, pero no quiso volver a la política. Poco antes de morir, según Cheyne, dijo enigmáticamente: "Ya sudó".


El director de HERALDO DE ARAGÓN José Valenzuela la Rosa recreó la disputa que hubo por su cadáver entre Madrid y Zaragoza: Canalejas, que temía una impresionante manifestación republicana en Madrid, autorizó a que se detuviese el tren que trasladaba sus restos fúnebres en Zaragoza y los ciudadanos se apoderaron de su féretro, que reposa en el cementerio de Torrero, en un monumento de "ambicioso simbolismo".