MIGUEL TORRUBIA

"Cuando era joven, yo también me sentía un aprendiz de Dios"

Este singular pintor, escultor y poeta zaragozano ha protagonizado estos días una retrospectiva de más de medio siglo de creación en el Torreón Fortea de su ciudad natal.

Miguel Torrubia, fotografiado junto a algunas de sus obras expuestas en el Torreón Fortea.
"Cuando era joven, yo también me sentía un aprendiz de Dios"
VíCTOR LAX

Miguel Torrubia (Zaragoza, 1932) fue inventor de máquinas, escultor, pintor, editor, poeta y compañero de viaje de personajes tan curiosos como los poetas del Niké, escritores como el postista Gabino Alejandro Carriedo, y artistas como Antonio Fernández Molina, Antón González o Ángel Maturén. Manuel Pérez-Lizano es el comisario de su exposición retrospectiva, de pintura y escultura, de cajas y móviles, en el Torreón Fortea. "Para mí la escultura tiene cinco dimensiones: alto, largo, ancho, la luz y el espacio interior", dice Torrubia, que en escultura admira, sobre todo, a Jorge Oteyza, a quien conoció en la galería Ovidio. "Chillida no me gusta: solo me atrae su 'Peine de los vientos". Así comienza la charla.

¿Es esta la exposición que había soñado?

No del todo, pero se acerca mucho, y estoy agradecido. Se podrían haber hecho varias exposiciones distintas. Yo echo en falta, tal vez, una mayor presencia de mi pintura más reciente.

¿Desde cuándo empezó a interesarle el arte?

Desde muy joven. Empecé a dibujar pronto y a esculpir trozos de madera con una navaja. A golpe de incisiones, o de 'machetazos', iba haciendo mis primeras piezas, figuras humanas. Al principio me interesaba mucho la fuerza primitiva de Brancusi. Trabajé mucho en madera, pero luego también hice cosas con alambre. Siempre me han gustado las esculturas pequeñas, como maquetas.

¿Qué dibujaba?

Cosas muy raras: abstracciones, paisajes un tanto imprecisos. Aunque no se hablaba de la abstracción como tal, yo creo que ya la intuía. Poco a poco, fui haciendo móviles, cajas, arte óptico.

¿Cómo evolucionó?

Poco a poco, por intuición. Me atraía, también, el mundo de Martín Chirino, con su sentido del movimiento, y la obra de Pablo Palazuelo, al que siempre he admirado mucho.

¿Han sido ellos sus maestros?

No. En realidad, mis verdaderos maestros han sido esos creadores que tienen algo de artistas múltiples, innovadores, creativos, que siempre están haciendo cosas nuevas. Pienso en Alexander Calder, en Paul Klee o en Jean Dubuffet, que me encanta, que es un genio y que además, con su actitud, te borraba los complejos de artista, te enseñaba a no darte importancia. Los artistas, cuando somos jóvenes, nos creemos dioses.

¿También era su caso?

Supongo que yo también me sentía un aprendiz de Dios. Recuerdo que en una ocasión estuve en casa del crítico Moreno Galván, y en el salón de su casa tenía esculturas de Henry Moore, Pablo Serrano, Alberto Giacometti. Y en medio de todas ellas, una mía. ¡Imagínese cómo me sentí yo!

Dijo de usted que era un escultor de raza.

Lo dijo y se lo agradecí mucho, claro.

Usted también frecuentó el café Niké.

Sobre todo al principio. Aquella tertulia de poetas y artistas me dio amistades, inquietudes, muchas satisfacciones y alguna anécdota increíble. Yo recuerdo al poeta Manuel Pinillos, que llevaba un cartapacio y hacía exámenes grafológicos. Un día recibimos a una poetisa italiana, y la invitamos a comer en el Mesón del Carmen. Estábamos Julio Antonio Gómez, Guillermo Gúdel, el citado Pinillos, Joaquín Mateo Blanco, etc. Apareció Emilio Alfaro, y al cabo de un rato vació el contenido de un sifón en el cuello de Joaquín Mateo Blanco.

¿Así, sin más? ¿Seguro que no es una leyenda?

Como lo cuento. Mateo Blanco, que acaba de fallecer, cogió su bastón y se lo estampó en la cabeza. Y allá nos fuimos en taxi con Emilio Alfaro a la Casa de Socorro? Otra cosa que recuerdo muy bien fue que una noche Manuel Pinillos cogió una trompa tremenda y se echó a llorar desconsoladamente: "Ay, ay, ay?" No lo pudimos consolar y acabó marchándose solo.

Volvamos a la exposición. ¿Qué le ha dado el arte digital?

El arte digital puede ser infinito: en él puedes hacer lo que quieras. Me fascinan las posibilidades que ofrece. Para mí ha sido un descubrimiento, y llevo ya diez años haciendo cosas, aunque lo que tiene más éxito de la muestra son las cajas. Cuando miro hacia atrás no siento melancolía; ya superé la vanidad hace tiempo.

¿Supone algo especial que su exposición coincida con la de Ángel Maturén?

Éramos grandes amigos, fue para mí como un hermanico pequeño. Y por eso siento emoción. La exposición es magnífica. Para mí Maturén era el mejor artista de Aragón: era un creador muy atrevido en su pintura, en sus dibujos y en su vida. No me ciega la pasión. Quizá su sucesor ahora sea Pepe Cerdá.

¿Cómo le gustaría ser recordado?

Como un gran artista, pero por desgracia no lo soy ni lo he sido. El arte me ha dado amigos, momentos felices y algún que otro disgusto, pero me ha ayudado a vivir. Y en la poesía he encontrado una fuente de serenidad y un complemento ideal a la creación plástica.