HISTORIA DE ARAGÓN

Grandeza y miseria de Azara

María Dolores Gimeno edita las cartas del diplomático.

José Nicolás de Azara.
Grandeza y miseria de Azara

José Nicolás de Azara (1730-1804) nació en un pueblo de Huesca, Barbuñales, vivió media vida en Roma como embajador de España, y murió en el París de Bonaparte, del que se ufanaba ser su mentor. Formado en Salamanca, se consideraba un autodidacta, gracias a su biblioteca romana de veinte mil volúmenes. Era un romano con peluca, mitad editor de clásicos –amigo del gran impresor Bodoni de Parma- y mitad arqueólogo de las villas imperiales de Tivoli, dibujadas por el arquitecto maño Silvestre Pérez. Azara tradujo del inglés, el ‘Cicerón’ de Middleton, en 1790, y ahora tenemos la oportunidad de calibrar su polifacética personalidad de patricio aragonés, gracias a la laboriosísima edición de su ‘Epistolario 1784-1804’, que recoge 734 cartas dirigidas al conde de Aranda, cardenal Lorenzana, Godoy o el joven Bonaparte, entre otros muchos.


Memoria al aire libre

Faltan las cartas a Roda, impresas en 1846 en Madrid. Sus’Memorias’ se editaron en 1847. Su estilo epistolar derrocha garbo expresivo, similar al de Goya con Zapater, pero es menester cribar sus cartas más plomizas o burocráticas. Las más atractivas, por su desenfado autoirónico, son las que dirige a su amigo Bernardo Iriarte, retratado por Goya en 1797. “Te convido a Barbuñales, donde podremos plantar coles y nabos”, pag 890, carta como dirigida a una Cordelia de Barbastro, por un Rey Lear de Monegros.


Entre Horacio y Talleyrand. “Podo los olivos como el labrador más ducho”, dice en el verano de 1800, al volver a su pueblo oscense. Duerme la siesta a la sombra de los álamos, medita sobre la vida rústica y la vida cortesana, como un Marco Aurelio con casaca de petimetre.“Toda la Europa me conoce”, se vanagloria. Era el caballero Azara.


Amaña nombramientos de pontífices, se atreve a lidiar con el demonio Bonaparte, es consejero áulico de Godoy. Al recluirse en su patria oscense, vemos al Azara desnudo. Juega a ser el Horacio rústico, lee a Séneca, a Cervantes. Desdeña los rudos versos de Marcial, ‘Celtiber in Celtiberia terra’, pag 840 (cuya autoría ignora la editora). Pero le sale el patricio ricachón de Roma, el snob dieciochesco. “En este desierto tengo helados bien hechos”, al estilo napolitano. Añora su pinacoteca, sus paisajes de Murillo, mercadea con sus diamantes, sueña con su villa de Roma, su inmensa biblioteca, su galería de bustos de filósofos, de poetas, de emperadores. Le pirra mover los hilos del poder en Europa, está en su salsa en los salones de la diplomacia. ¿Qué le gustaba más podar olivos o doblegar voluntades en Europa? “En París se van a matar como cochinos”. Le encanta azuzar al tenebroso Bonaparte, en ese febril París de 1804, que fue su tumba.

Diálogos con amigos célebres


Luzán trató en París a Montesquieu y Voltaire, se formó en Nápoles con Vico. Azara cavila sobre Galileo o el naturalista Buffon, recomienda la traducción de Swift a Iriarte, pero echamos en falta, un horizonte más poroso hacia los grandes autores de la segunda mitad del XVIII, digamos los que tradujo Mor de Fuentes, Goethe, Rousseau, Gibbon. Ahí reside, creo yo, la grandeza y miseria de Azara, sus aciertos y sus lagunas. Una buena biblioteca no basta, es preciso reflexionar, forjar un pensamiento propio, si tal cosa es posible. En este sentido, vemos las carencias de nuestros grandes ilustrados, un Luzán, un Jovellanos, un Mor de Fuentes, frente a un Dr. Johnson, un Goethe, un Rousseau.


Azara es un gran políglota, pero le interesan mucho más los autores clásicos que los de su enciclopédico siglo. No lo imaginamos leyendo a Sterne, Diderot, Schiller. Cuando comenta la soberanía del pueblo, página 216, está a años luz de un Isidoro de Antiñón, el geógrafo turolense en las Cortes de Cádiz.


José Nicolás de Azara trató al pintor David en París, pero encargó su retrato a Mengs, 1774, considerado el mejor pintor de Roma. Félix de Azara, su hermano, fue retratado por Goya en 1805, con soberbio aplomo épico, como ingeniero de la Armada. Le acometen a veces, vaticinios de estadista de salón. “Nuestra América no nos duraría seis meses”, pag 817. ¿Era, en verdad, un cerebro de primera fila, o le encantaba darse humos, fanfarronear como un semidiós del Somontano?


Una edición erudita

Nuestra ciudad evoca para Azara el Hospital de Gracia, un cortijo de orates. Si el ilustrado zaragozano Roda fue su mentor en Roma, sentía una tremenda ojeriza hacia el jesuita zaragozano José Pignatelli, desterrado en Italia en 1767.


En la erudita presentación de la editora, Dolores Gimeno Puyol, detecto una pifia en una fecha, se lee que el Alcázar madrileño se incendió en 1735 (XXI). En el ‘Velázquez’ de Julián Gállego, al tratar del cuadro ‘La expulsión de los moriscos’, señala : “Palomino alcanzó a ver el lienzo definitivo, antes de que ardiese con el Alcázar en la Nochebuena de 1734”.


En suma, el lector cuenta ahora con un portentoso tomo dieciochesco dedicado al embajador Azara, el humanista oscense de Roma.