LA LEYENDA DE UN MÁRTIR

Vicencio, el oscense

La festividad de San Vicente en Huesca no tiene mucho eco. El autor del escrito, Manuel Benito, se pregunta si se debe a que el compañero de San Valero no protege ni la anatomía ni el territorio

Vicencio, el oscense
Vicencio, el oscense
HERALDO

Su ciudad apenas lo venera: una procesión de cabildos por las calles altas, una misa y una hoguera que podría dedicarse a cualquier otro santo capotudo, actos profanos que parecen un cajón de sastre metidos con calzador en un programa invernal, y algún intento cíclico de verbena o concierto musical, componen una fiesta que no tiene la aceptación de las otras. Quizá porque san Vicente fue arrinconado en la Contrarreforma por san Lorenzo con una leyenda local más increíble y por tanto más potente.


Cuentan que una mañana de enero del año 304, un grupo de cristianos otearon el cadáver atado a una pesada piedra de molino, estaba naciendo una leyenda que imbuiría de fe cristiana a los pobladores levantinos de la península ibérica.


Valencia vivía la paz romana con indulgencia, los vicios duplicaban a las virtudes tal como pronosticara Aristóteles y las gentes hartas de la vida superflua y de divinizar al Emperador que solía ser reflejo de las flaquezas humanas, buscaron refugio en el pensamiento, la soledad de las montañas o en la nueva religión que hablaba de un alma personal e inmortal, que alcanzaba la belleza cuanto mayor era el sacrificio del cuerpo. Era el estoicismo de Séneca, el misticismo de Isis y las ganas de formar parte de una comunión espiritual por encima de los valores terrenales, entonces más terrenales que nunca.


¿De quién eran esos despojos que los cristianos querían alejar de los ojos romanos? Sabían que un diácono había llegado con su obispo Valero desde Zaragoza, ambos cargados de pesadas cadenas que llevaban con la sonrisa más serena. Sufrían escarnio, malos tratos, pésima alimentación, pero mantenían el reflejo de su alma impoluta en el rostro.


El gobernador Daciano, enviado imperial para erradicar el cristianismo en Hispania, aguardaba cargado de razones. El camino de Zaragoza a Valencia se iba convirtiendo en una ruta iniciática que los hombres grababan en su memoria con los otros sitios importantes del periplo.


En Valencia se enfrentaron al gobernador que pretendió mantener con ellos un debate donde imponer sus ideas. Y no le pareció difícil cuando vio titubear al más viejo de los dos hispanos: Valero, que resultó tartamudo. El joven Vicente pidió la palabra a su maestro y comenzó a discutir los argumentos romanos. Prácticamente los dio tan por inútiles que sólo hablaba de su alma, de su fe, del correcto proceder de quienes viven en su Dios, frente a los que aman lo material y se llenan de símbolos de riqueza externa, mientras su interior se corrompe y caen en la tentación eterna del Hades.


Daciano se enfureció, aquello era ya un reto personal entre el joven Vicente y él. A Valero lo desterraron a un rincón de su tierra en unos pueblos con resonancias antiguas: Eunate, Estrata, Olivena… El gobernador airado hizo traer un potro, un aparato hecho para descoyuntar los miembros de cualquiera que se atreviera a contradecirle. Ahora iba a comprobar en sus carnes el reo la verdad de su teoría: si el cuerpo y el alma andaban tan lejanas como para no padecer el dolor mutuamente. Y empezó la tortura continua e inacabable. La cólera del fracaso arrebató a Daciano que después de cada tormento ordenaba depositar el cuerpo lacerado en un lecho cómodo y hermoso, donde el mártir recuperara fuerzas para seguir su suplicio.


Los detalles más escabrosos los contaron los propios carceleros y algún torturador que al ver tamaña resistencia y tan abominable saña, se fueron con los cristianos.


Se reunían en la noche, en las bodegas, para no ser vistas sus luces ni oídas sus invocaciones. Allí aprendieron plegarias, suplicas y viejas historias que iban desde la creación del mundo a la llegada del Redentor. Luego hablaban del diácono y entre rumores y noticias verídicas ataron cabos. Vicencio venía de Huesca, era un joven iniciado en la costumbre romana por su padre, su madre lo quiso cristiano y lo entregó al obispo Valero para que lo educara en la nueva Religión. Valero hablaba quedo, con temor de descubrir su tartamudeo, hasta que iniciado Vicente se convirtió en portavoz eclesiástico.


Vivieron en las montañas de Pyrene, primero en cuevas donde ayunaban y oraban, buscando la paz interior. Después henchidos de fervor se lanzaban por los pueblos a predicar. Tuvieron iglesia en un alto que vigilaba el camino o ruta, de allí el nombre de Roda sobre el río Isábena.


La noticia del martirio en loor de santidad, llegó a Osca, su ciudad natal, y allí pronto se reivindicaron su casa natal y la originaria de su estirpe como espacios sagrados. Ambas, siendo hijo de cónsul, se alineaban en las mejores calles. La más antigua era la que estaba junto al mercado y unía la acrópolis con la entrada sur de la Ciudad, donde se construiría la iglesia a san Lorenzo. La nueva formaba parte de la muralla, junto a unos baños. El arco de la puerta mural lo aprovecharon sus conciudadanos para añadir otra capilla que enalteciera su culto.


Solo el nombre de Vicencio invocaba el concepto de vencer, el alma podía apartar el tormento, el cuerpo no era más que la vasija que contenía el espíritu deseoso de alcanzar la inmortalidad. Su culto se extendió por el orbe cristiano, sus iglesias, capillas y ermitas dan prueba.


Su verdugo, convertido ante la fe del santo, contó cuanto había visto y el eco de aquellas horribles visiones llegó a los oídos de Santiago de la Vorágine quien dedicó unas páginas a su martirio. De ellas salieron miles de imágenes que quizá den la máxima expresión en un frontal medieval anónimo, guardado en una leprosería junto al camino real de Aragón a Cataluña.


San Vicente no nos protege ni la anatomía, ni el territorio, es un santo de la fe, de la lucha entre lo romano -pagano- y lo cristiano, difícil de comprender por la mentalidad popular que precisa de héroes, cuentos y otros arquetipos. Para la Iglesia basta decir que Vicencio, venció. Y no hay más. Cuestión de fe.