La política catalana, cada vez más localista

Si Pujol fue "un hombre de Estado y alcalde de Cataluña", ahora el juego territorial se disputa en cada municipio.

Abril de 1989. Un payés gerundense quema rastrojos en su terreno, contraviniendo la normativa de la Generalitat. Justo en ese momento, desciende un helicóptero del cielo. Del aparato se apea un hombre menudo, con el cabello escaso y revuelto. Se trata de Jordi Pujol, 'president' de la Generalitat. El labrador, boquiabierto, comprueba cómo el máximo responsable autonómico dirige con decisión sus pasos hacia él. "Haga el favor de apagar esto", brama al atónito agricultor. Antes de que pueda articular palabra, Pujol y su honorable helicóptero ya se habrán elevado de nuevo hacia las alturas.


La anécdota constituye una muestra de la particular obsesión de Pujol por el territorio. Hay centenares como ella, al menos una por cada núcleo habitado de Cataluña. Por hacer visible una nueva administración, sacar a la Generalitat de la barcelonesa plaza de Sant Jaume y pulsar de primera mano el ambiente de las comarcas, Pujol era capaz de obligar al piloto de su helicóptero a improvisar un aterrizaje sobre un campo de patatas.


"Presumía de que podía almorzar con el presidente del Bundesbank (hablando en alemán) y después perderse en la Conca de Barberà para inaugurar un polideportivo con un alcalde del que, por supuesto, recordaría nombre y apellidos", ha escrito el historiador y presentador televisivo Toni Soler. Una memoria de elefante, una personalidad impredecible y una intensa pasión por su tierra dibujan el perfil de un hombre cuyo apellido se ha inscrito ya en los libros de historia convertido en sinónimo de una época. Era, como le llamaban sus acólitos, "un hombre de Estado y el alcalde de Cataluña".


Aquel ciclo de 23 años terminó en 2003. Los dos tripartitos -el liderado por Pasqual Maragall y el de José Montilla- han respondido a otro patrón territorial. Si Convergència mimaba las comarcas, el Partido Socialista se hizo fuerte en los municipios y, especialmente, en el llamado cinturón obrero de la capital. Esa contraposición entre localismo y comarcalización constituyó un juego de contrapesos que sostuvo la política catalana durante tres décadas.


Pero los nuevos retos del siglo XXI han terminado por desequilibrar la balanza. Las complicaciones sociales derivadas de la crisis económica o de la inmigración se manifiestan en el ámbito del municipio. "Constituye la primera trinchera de fenómenos para los que aún no existen legislación ni fondos para actuar", apunta el observador político Xavier Casals.


Sucedió cuando el Ayuntamiento de Lérida prohibió el burka en sus dependencias municipales. O cuando el alcalde de Vic desafió con dejar fuera del censo a los inmigrantes en situación irregular. O cuando algunos municipios costeros se plantearon legalizar el 'top manta' desobedeciendo la autoridad de la Generalitat. O cuando el Ayuntamiento de Ascó aprobó la candidatura de su municipio para acoger el cementerio nuclear, en contra de la decisión del 'Govern'. "La política catalana es esencialmente local. Funciona de abajo hacia arriba", argumenta Casals a HERALDO.


La polémica territorial más evidente se ha vivido esta legislatura a raíz de la creación de las veguerías: un nuevo escalón administrativo entre comarca y provincia que, además de desatar la crítica de quienes abogan por adelgazar la burocracia, ha generado las protestas de muchos alcaldes. Y entre ellos, los de Arán, que llegaron a mencionar el derecho a la autodeterminación de su valle en una espiral cada vez más estrambótica.


Ahora, las hélices de aquel helicóptero de Pujol giran en sentido inverso: del "alcalde de Cataluña" se ha pasado a unos cuantos munícipes con hechuras de presidentes de microautonomías locales. "El desparpajo municipal en Cataluña es una tradición reconocida y saludable. Pero puede ser un síntoma de desamparo y de cabreo, lo cual exige atención; o de cantonalismo, lo cual exige autoridad", valora Soler.