La odisea de Brahim en Ceuta: "Espero que cuando mi familia tenga los papeles no se olviden de mí"

El Ejército toma el Tarajal para impedir la entrada de migrantes, la mayoría devueltos a Marruecos, como Brahim, que tuvo que regresar pero logró que su mujer y su hija se quedaran en Ceuta.

La entrada de inmigrantes en Ceuta bate los récords de inmigración en España
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Reduan

Brahim camina entre dos amigos mientras apura un cigarrillo. Lleva, y en eso es casi una excepción, una mascarilla nueva que se baja hasta el mentón para hablar y dar caladas al pitillo. Los tres cargan a sus espaldas bolsas repletas de objetos que han ido recogiendo en el camino: zapatillas deportivas, unas aletas de buceo, ropa. Brahim sonríe y su rostro refleja una victoria a medias. Tiene que volver, sí, pero su mujer y su hija de tres años han conseguido quedarse. Al menos, de momento. "Espero que cuando tengan los papeles no se olviden de mí", expresa en dariya, el dialecto árabe que se habla en los alrededores de Ceuta.

Brahim (es nombre ficticio) se detiene a conversar con una militar, que actúa de intérprete. Le cuenta que se animaron a cruzar cuando escucharon que los mejani (fuerzas auxiliares de Marruecos) habían decidido mirar para otro lado en la frontera. Lo hicieron a nado, sorteando la doble escollera del Tarajal, que vive desde la madrugada del lunes una presión migratoria sin precedentes. "Nos dijeron que aquí había gente esperando para atendernos y decidimos intentarlo, pero esto no es como nos habían contado. Mi mujer y mi hija se han quedado en la Cruz Roja, están bien. Yo debo volver, aquí no hay nada que hacer".

La escena es contradictoria. Son las siete de la tarde y, mientras él camina hacia la frontera de Marruecos para regresar a su país, un grupo de compatriotas permanece atrincherado en un roqueo que sobresale del agua, a pocos metros de la orilla. Es la última estación de un viaje que comienza a nado en suelo marroquí. "Saltad ya, esto no sirve de nada, tenéis que volver", les explica en su idioma un militar de los Regulares del Ejército de Tierra con más paciencia que el Santo Job. Desde el pedregal, uno de los jóvenes trata de hacerle ver que su determinación es mayor que el miedo. Que ni siquiera teme a la muerte. "Dice que prefiere morir aquí que vivir en Marruecos", aclara el soldado. Brahim ya ha asumido esa derrota. Los chavales que estaban en las rocas lo hacen media hora más tarde, cuando sube la marea.

La frontera marítima del Tarajal la conforman dos escolleras que este martes amanecieron tomadas por el Ejército y la Legión, con tanques y todo. El espigón sur es el de Marruecos. Es el brazo más largo, el que entra en el mar, y el que estos días han sorteado más de 10.000 personas ante la relajación (o mejor, dejación) de la vigilancia marroquí. A 200 metros está el espigón español, algo más accesible, ya que no llega a entrar en el agua y se puede escalar sin apenas mojarse, una suerte de alegoría gráfica de la situación que se vive estos días en Ceuta. Los dos pasos de rocas están alambrados. A un lado, el marroquí, aguardan unos 2.500 migrantes, entre los que han sido devueltos y los que aspiran a cruzar. Al otro, un retén militar y de las Fuerzas de Seguridad dispuesto para impedírselo, pero también para socorrerlos.

Entre las dos escolleras hay 200 metros de playa, la llamada "zona restringida", una especie de limbo que, en la práctica, controla la Guardia Civil. "Es suelo español, ahí mandamos nosotros", reclama un agente, como quien disputa cada centímetro de tierra sabiendo que lo que se juega en el Tarajal es algo más que una cuestión humanitaria. "Algunos chavales te dicen que esto no es migración, es invasión. Y no les falta razón. Es una demostración de fuerza de Marruecos. Y una advertencia: cuando queramos, tomamos la ciudad", añade otro funcionario, saturado por el cansancio y enrabietado por la situación. "Esta semana se ha puesto en tela de juicio la soberanía de la Ciudad Autónoma de Ceuta", se lamenta otro agente local.

Jóvenes, muy jóvenes

El panorama de las calles es fantasmagórico. Pequeños grupos de chavales deambulando sin rumbo, todos con el mismo perfil: jóvenes, muy jóvenes, con una bolsa donde llevan sus únicas pertenencias. Algunos llevan camisetas del Madrid o del Barça, incluso de la selección española. Cuesta encontrar a un ceutí para orientarse por la ciudad. La mayoría de las tiendas están cerradas y en los colegios apenas hay alumnos. Los Cuerpos de Seguridad han pasado la noche atendiendo llamadas por intentos de ocupación de inmuebles y locales comerciales vacíos, además de otros problemas de orden público.

En el Tarajal, como en todas las crisis migratorias, el lenguaje se retuerce para dar acomodo a la realidad, según siempre los ojos del que la mire. Donde unos ven una invasión, también se puede ver una huida desesperada del hambre, como la de un quinceañero aterido, literalmente en los huesos, al que ni la manta térmica de la Cruz Roja le quita el frío, o la de los subsaharianos que, tras un viaje mucho más largo, hacen una sentada en la playa y se niegan a marcharse hasta que los invitan a levantarse (otro eufemismo) los uiperos de la policía (los antiguos antidisturbios) y los GRS de la Guardia Civil. Igual que quienes antes criticaban las devoluciones en caliente, ahora las justifican tildándolas de "inmediatas".

Lo que sucedió es lo siguiente. El martes por la mañana, miles de personas, la mayoría de ellas jóvenes, y entre ellas muchos críos, ahora popularmente conocidos como menas (acrónimo de menores no acompañados), se lanzaron desde el lado marroquí en ráfagas, por grupos, bordearon a nado el espigón sur, cruzaron el limbo de la zona restringida y llegaron hasta el litoral español, donde el Ejército trataba de contenerlos (algunos lo intentaron hasta cinco veces, todas sin suerte). Los regulares trazaron un cordón paralelo a la orilla y, una vez salían del mar, les indicaban el camino de vuelta. "Ahora estamos consiguiendo controlar la situación, pero esta mañana eran tantos que se te escapaban por todos lados, era imposible", reconocía un militar sin abandonar la formación.

Y lo que sucedió es que, por la mañana, trataron de separar a los menas de los adultos, porque los menores, por ley, no pueden ser devueltos; pero por la tarde, no se preguntaba la edad a nadie y a todos, indistintamente, se les indicaba el camino hacia Marruecos. Un niño que no aparenta más de 12 años se detiene para recibir, de manos de un soldado, un paquete abierto de galletas. Lo cierto es que muchos, muchísimos, lo emprendieron voluntariamente, animados por los militares. Pero también hubo otros a los que se les empujó a hacerlo, con mejores o peores modos. La palabra más adecuada podría ser contención, en todos los sentidos. Pero, pese a los tanques y a las pedradas de la mañana, hubo mucha más humanidad que ambiente bélico. De hecho, algunos chavales se cuadraban ante los regulares y decían la única palabra que conocen del castellano: "Gracias".

Al caer la tarde, el trasiego en la alambrada española era constante. Algunos volvían completamente secos después de haber pasado la noche deambulando por las calles de Ceuta sin saber a dónde ir. Llevaban a cuestas, como Brahim, todo lo que habían pillado por el camino. Hubo hasta quien volvió con un televisor, o con maletas. Otros, los atrincherados en el pedregal, pasaban tiritando de frío, pensando que, quizá, tendrían que haber hecho caso mucho antes al sargento de los regulares que trataba de convencerlos.

Para los miembros de Cruz Roja el lenguaje no tiene suficientes adjetivos. Como para esa voluntaria que abrazaba a un joven subsahariano porque lloraba desconsolado por su amigo, al que otros compañeros trataban de reanimar para sacarlo de la hipotermia. O para los guardias civiles del Grupo de Actividades Subacuáticas (GEAS), a los que se les quedó el neopreno pegado a la piel porque no pudieron salir en todo el día del agua para rescatar a los migrantes.  

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