Una ocasión singular

Votaciones, ayer, en un colegio electoral.
Votaciones, ayer, en un colegio electoral.
Alejandro García / Efe

Tomadas conjuntamente, las dos jornadas electorales que hemos vivido los españoles en esta primavera componen una ocasión singular. Entre el 28 de abril y el 26 de mayo, hemos elegido a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, en el Congreso de los Diputados y el Senado, en los parlamentos autonómicos y en las asambleas municipales. Eso significa que, casi de un plumazo, en apenas unas semanas, vamos a renovar la dirección y el control de los seis niveles que componen nuestra estructura político-administrativa: europeo, nacional, autonómico, provincial, comarcal y local. Es esta una coincidencia que se produce en muy pocas ocasiones. Las elecciones europeas se celebran cada cinco años, a diferencia de las autonómicas y municipales que son cada cuatro; eso quiere decir que solo coinciden las tres una vez cada veinte años, y la última antes de la actual se produjo, efectivamente, en 1999. Es así mismo muy poco frecuente que las generales tengan lugar el mismo año que las autonómicas y municipales, algo que en los cuarenta años de democracia solo había sucedido en 1979.

Estamos, por lo tanto, en una situación extraordinaria que se ha producido de manera casual, pero que no cabe relegar como una circunstancia meramente anecdótica. Los hados electorales le brindan a España la ocasión de abrir a partir de ahora una nueva etapa, con todas las instituciones renovadas y con su legitimidad democrática fresca. Es una especie de ‘nuevo comienzo’ que hay que desear que nuestros dirigentes políticos sepan captar y aprovechar en beneficio de todos.

El periodo que dejamos atrás ha estado caracterizado, desde las elecciones generales de 2015, por un bloqueo político que ha impedido, a escala nacional, abordar de manera sistemática y coherente los importantes retos que tiene pendientes nuestro país. La crisis catalana ha venido, además, a aumentar la confusión, llegando a amenazar gravemente la continuidad del orden constitucional. Mientras tanto, la economía, es cierto, ha continuado creciendo y creando empleo, lo que es un alivio, pero lo ha hecho como si volase en piloto automático, sin recibir nuevos impulsos reformistas ni enmarcarse en un discurso que señale el camino para corregir las deficiencias estructurales que la aquejan y que, antes o después, si no se resuelven, la desviarán de la senda de la prosperidad.

La parálisis política se ha trasladado también, aunque en menor medida, al ámbito autonómico y local, como demuestra el hecho de que ni las Cortes de Aragón ni el Ayuntamiento de Zaragoza hayan sido capaces de aprobar los presupuestos autonómico y municipal para el presente año.

Esta situación no debe prolongarse más, el país no puede continuar sumido en el marasmo. Es necesario poner la España política en marcha y las instituciones representativas a funcionar. La diversidad política que ha tomado asiento en las asambleas en todos los niveles, desde el Congreso a los ayuntamientos, será buena, mala o regular según la opinión de cada cual, pero es el resultado del voto de los españoles y, por lo tanto, debe ser asumida con normalidad y respetada. No puede convertirse en la excusa para que los legisladores no legislen y los gobiernos no gobiernen. Hay que recuperar la cultura de la negociación y el pacto. Y, seguramente, habrá que importar a nuestro país -en Europa sobran ejemplos- la habilidad para formar gobiernos de coalición, que no tienen por qué ceñirse necesariamente a espacios ideológicos previamente definidos, sino que también pueden ser, perfectamente, transversales -palabra tan de moda pero cuya idea se practica muy poco-, saltando unas líneas divisorias que no pueden convertirse en murallas infranqueables.

La coincidencia de procesos electorales ha sido el primer paso para un proceso de renovación que puede ser, si hay voluntad para ello, prometedor. Ahora toca una fase no menos trascendental: poner en marcha las legislaturas y formar gobiernos con visos de estabilidad. Es muy cierto que el estreno del nuevo Congreso de los Diputados, la semana pasada, mandó una señal de todo punto desalentadora, con promesas trucadas, aspavientos, desafíos al Estado de derecho y gestos infantiloides. Es evidente que ese no puede ser el camino. Hay cuatro años por delante, despejados de citas electorales, para trabajar; es obligación de todos nuestros representantes aprovecharlos en beneficio de España y de los españoles.

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