Opiniones no respetables

El Homenaje a la Palabra de la Fundación Giménez Abad, el pasado 6 de mayo.
El Homenaje a la Palabra de la Fundación Giménez Abad, el pasado 6 de mayo.
Javier Rojas

Un ritual cívico nacido de un crimen político se ha consolidado en Aragón. Es una campanada anual de alerta. Se llama Homenaje a la Palabra y lo convoca, cada 6 de mayo, la Fundación ‘Manuel Giménez Abad’, de las Cortes de Aragón, para conmemorar el asesinato por ETA del político aragonés, aquel día de 2001. Invariablemente vengo asistiendo. Muy pronto intervino en él su hijo mayor, Manuel Giménez Larraz. Están presentes en la ceremonia su hermano y testigo del crimen, Borja, y la madre de ambos, Ana Larraz. Es un día de confluencia. El luto por el vil desmán de la banda vasca suscita la sentida unión de quienes condenan aquella iniquidad que retrata a los matadores como lo que eran y son.

El acto es propicio para hablar del respeto y la tolerancia como valores nucleares de la convivencia civilizada. Pero -añado- no en términos absolutos. Hay casos y conductas que requieren intolerancia máxima, intransigencia total. No hay por qué callarlo.

No son la misma cosa tolerar y transigir. La persona tolerante respeta actitudes diferentes, y aun contrarias, a las suyas. La transigente admite, al menos en parte, algo que tiene por injusto o falso. En el mejorable lenguaje político actual el término tolerancia cubre ambas acepciones y acaba resultando que hay que tolerarlo todo y transigir con todo a toda hora. De lo cual se deriva el dicho, tan común como falso, de que toda opinión es respetable. «Mi opinión es tan respetable como la suya», se oye. Pero lo que debe respetarse es el derecho a emitirla. Y eso, según.

La ley -y, para muchos, el credo moral- pide respetar a las personas, no todos sus actos. No son tolerables, ni respetables las opiniones ni las acciones de los asesinos de Manuel, agentes de cierta Euskadi tenebrosa que decían construir con sus atrocidades. Ni debe transigirse con quienes las justifican y enaltecen, que están ante nuestra vista en 2019.

Derecho al repudio

Manuel fue abatido a los 52 años. "Temprano levantó la muerte el vuelo", glosó su hijo con verso de Miguel Hernández. Lo mató otro hombre «con el sencillo acto de apretar un gatillo, impidiéndole disfrutar de lo que el asesino consideró que era el lujo de envejecer». Aquel negro día, un rival político y admirador del líder del PP aragonés, Chesús Bernal -fallecido este 22 de marzo-, lloró con amargura la muerte de Manuel, lágrimas que, según nos explicó su hijo, "enseñaron al joven de 22 años que entonces era yo más de lo que podía haberle enseñado cualquier otra cosa. Me queda el orgullo de haber compartido con ellos -el otro fue el también hace poco fallecido Antonio Torres- esos momentos convertidos en grandes lecciones" que asentaron en su ánimo "la importancia de respetar y alimentar los valores, que de forma tan natural representaba mi padre, de igualdad, libertad y tolerancia, por encima de cualquier otra consideración política". Él y quienes se le asemejan (que no son todos, conviene subrayar) "nos enseñaron que las ideas políticas, por muy vehementemente que puedan ser defendidas, quedan supeditadas a cosas tan esenciales como el amor, la amistad y el respeto por los demás". Así debiera ser.

Fruto de la muerte de Manuel es la activa Fundación homónima, apoyada por todos los partidos con voto en las Cortes de Aragón y que anima José Tudela. Abandera la devoción por la palabra y el repudio del crimen político. Ha ganado fama en España y fuera de ella. Este año sus dos premios a investigaciones sobre asuntos de política territorial y parlamentarios los han ganado sendos doctores juristas, Pablo Guerrero y Santiago González. El primero dijo estar viviendo, en aquel rito mortuorio y cívico, "valores emocionantes". El segundo nos recordó que Manuel perdió la vida «por una España en paz, libertad y democracia» y apeló a evitar "la farsa del poder controlándose a sí mismo" mediante el refuerzo de la función de control, que es la primaria en un parlamento.

Cada 6 de mayo revivo un encono antiterrorista y antietarra que no intento aplacar. En mi íntimo sentir, bajo la apariencia de su muerte, ETA obra más de lo que parece (Giménez Larraz mencionó las «consecuencias vivas» de ETA). Sus criaturas bullen ante nuestros ojos. En los frentes cívico, político y jurídico hay que seguir en la batalla. Y, aunque en otro orden moral, políticamente corresponde seguir en lucha con los nacionalismos excluyentes y desleales, que exhiben altivamente su menosprecio por nuestras leyes.

Junto al deber de respetar a las personas y su libertad de expresión existen el deber imperativo y el derecho irrenunciable al repudio. Creer que todas las opiniones son respetables es asignar igual valor al oro que a la inmundicia. A poco que lo piense, cada cual hallará ejemplos adecuados, más o menos arnaldos o torreznos.

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