El bálsamo de Fierabrás

Habrá elecciones generales. Las urnas, sin embargo, no son el bálsamo de Fierabrás quijotesco que todo lo cura. Se impondrá el pentapartito y los pactos serán inevitables si se quiera superar la parálisis que ha traído la vetocracia.

El bálsamo de Fierabrás curaba todas las dolencias.
El bálsamo de Fierabrás curaba todas las dolencias.
Krisis'19

Desde hace tres años, España deambula semiparalizada porque se ha convertido definitivamente en una ‘vetocracia’. Los partidos políticos tienen la capacidad de vetar las iniciativas de sus rivales, pero no de gobernar. Así ha ocurrido también en otras democracias, por ejemplo la estadounidense o la italiana, como lo han estudiado politólogos de la talla de Francis Fukuyama, Moisés Naím y Thomas Friedman. De hecho, el término ‘vetocracia’ fue utilizado por primera vez por el autor del polémico ‘El fin de la historia’ para definir un sistema que proporciona la capacidad a partidos y grupos de presión de bloquear el funcionamiento de la democracia en función de la defensa de sus intereses particulares.

Los hechos han demostrado que las dos últimas elecciones generales (20 de diciembre de 2015 y 26 de junio de 2016) han sido las de los liderazgos débiles. Los adalides de los grandes partidos no han sido capaces de pactar mayorías estables. Y la causa es clara: no tienen poder suficiente ni dentro de sus formaciones ni fuera. Ante esta falta de auténtica autoridad, recurren a utilizar el poder de veto, que es la única palanca política con la que cuentan los dirigentes impotentes.

La consecuencia es que llevamos varios años en los que quienes debían encargarse de formar un gobierno solo han sido capaces de conjugar el verbo ‘vetar’ en todas sus formas posibles. Pablo Iglesias vetó a Pedro Sánchez cuando este logró una coalición insuficiente con Albert Rivera a principios de 2016. Y el dirigente de Ciudadanos vetaba a Mariano Rajoy. Después fue el líder del PSOE quien vetó la investidura de Rajoy y se tuvo que marchar. Todos, excepto Podemos, vetaban a los secesionistas y C’s estaba en contra también de los nacionalistas moderados. Hace un año, casi todos vetaron a Rajoy y, ahora, casi todos vetan a Pedro Sánchez. Y este proceso va a más porque la fragmentación política ya ha puesto en escena un nuevo partido sin ninguna capacidad de gobernar, pero sí de vetar: Vox.

La parálisis que ha traído esta vetocracia se pretende superar con la convocatoria de unas elecciones generales. Las urnas son vistas como el célebre bálsamo de Fierabrás, la poción mágica que don Quijote, después de sufrir una tremenda paliza, elabora ante Sancho Panza porque según las leyendas carolingias era capaz de curar todas las dolencias del cuerpo humano. No obstante, como con el ungüento milagroso, hay que asumir ya que los comicios no garantizan una alteración significativa de la actual correlación de fuerzas. Por el contrario, las encuestas apuntan a que vamos a pasar de un modelo cuatripartito a uno pentapartito.

En este contexto, la obligación de todos los partidos es asumir su debilidad, dejar de creer en una fortaleza negociadora que en realidad no tienen y renunciar a su capacidad de veto. Deben superar la tradicional miopía de la negociación. En vez de seguir enrocándose en las posiciones cortas, han de mirar más allá y ver que tienen a su alcance un beneficio compartido si dialogan con realismo, ceden y pactan.

Todos los partidos, los viejos y los nuevos, vienen practicando una estrategia de radicalización de la crítica y la oposición. Es rentable porque es el procedimiento más socorrido para hacerse notar, una exigencia imperiosa en el combate por la atención que se libra en nuestras sociedades cada vez más volátiles. No obstante, después de varios años de sobreactuaciones y de enfatizar lo polémico hasta extremos a veces grotescos, la clase política española debe atender a dos viejas reglas. La primera es que forma parte de las obligaciones de un buen dirigente tratar de descubrir las oportunidades para el acuerdo y sus límites. Y la segunda, que ser fiel a los propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin flexibilidad es condenarse al estancamiento.

Algunos antecedentes históricos, como el de la Transición democrática, demuestran que los partidos dan lo mejor de sí cuando tienen que ponerse de acuerdo, apremiados por la necesidad de entenderse. Y ahora hay esa necesidad.