El voto impaciente

El resultado de las elecciones andaluzas da sentido a la creciente idea de que el voto atiende a estímulos muy directos y responde de forma inmediata. El descenso del PSOE y el PP (bipartidismo) y la aparición de Vox reflejan esta nueva realidad.

Cambia la actitud de un votante que busca respuestas inmediatas a su descontento.
Cambia la actitud de un votante que busca respuestas inmediatas a su descontento.
F. P.

Los resultados de las elecciones andaluzas han confirmado las muchas afecciones de la naturaleza ‘millennial’ en el voto. El comportamiento que nació vinculado a una generación de jóvenes sobreexpuestos a miles de estímulos centelleantes ha terminado por contagiar a una buena parte de la sociedad -sin distinción de edad- ofreciendo un resultado electoral producto de una preocupante desideologización (a la que hay que sumar una clamorosa infidelidad política), de una creciente impaciencia y de un incontrolable deseo de inmediatez. A la desafección política (la participación electoral en Andalucía ha sido la más baja desde los comicios de 1990) se añade el fenómeno de la utilización de la papeleta electoral como sinónimo de premio y castigo, siendo posible saltar de Podemos a Vox sin mayores interrogantes personales. Atrás quedó el tiempo de la maduración lenta de las ideas, un proceso que siempre actuaba como garantía. Hoy se exigen respuestas tan inmediatas como contundentes y poco importa que algunas de ellas resulten de difícil factura o se encuentren en el terreno de lo imposible.

Desde hace varios años la sociología política ha introducido en sus análisis una variable novedosa que habla del voto contra algo o contra alguien, a diferencia del voto en positivo, aquel que producto de la España de la Transición asumía desde la responsabilidad su contribución a la transformación del país.

Bajo este comportamiento, sostenido también en un enfado colectivo producto de las secuelas de la crisis económica, que han introducido y extendido el concepto de injusticia distributiva y de falta de oportunidades, se ha consolidado el desprecio hacia la política tradicional. Un magma que en Andalucía ha permitido la aparición de la extrema derecha que representa Vox y el descenso de las formaciones que dan nombre al bipartidismo (PSOE y PP). El fenómeno, muy similar a lo que se vive en el resto de Europa, posee desencadenantes nacionales propios e intransferibles tales como la gestión de la amenaza separatista catalana, los flujos migratorios en el sur de España que se viven como una amenaza doméstica, la corrupción, las abiertas contradicciones en el discurso de los partidos políticos más importantes y un largo etcétera de circunstancias sobre las que este nuevo votante -sin anclajes ideológicos firmes- reclama respuestas inmediatas.

La sociología siempre ha definido a España como un país en un espectro ideológico mayoritariamente situado entre el centro y el centroizquierda. La centralidad, según datos del CIS, ha sido el punto de encuentro de las grandes victorias electorales, considerándose los extremos como realidades aberrantes ajenas a la media que describe la prudencia y la mesura. Pese a que el expresidente del Gobierno Felipe González aseguraba hace unos días que "no hay que preocuparse tanto" por lo ocurrido en Andalucía, a renglón seguido se interrogaba sobre "¿cuántas veces hemos pensado en cuáles han sido nuestros errores para abrir tanto el espacio al populismo y la demagogia? ¿Cuándo hemos perdido la centralidad en política?".

Desde hace años los populismos de distinto signo se han apoderado de una buena parte de la acción política. Podemos, sin ir más lejos, surgió desde una voluntad revisionista -incorporando severas dudas sobre el supuesto cierre en falso de la Transición- y culpabilizando a ‘la casta’ de muchos de los males que hoy nos acorralan. Repartir responsabilidades y culpas, hasta señalar con el dedo sectariamente, se ha convertido en los últimos años en todo un deporte nacional. El reto, sin embargo, continúa siendo el mismo: construir desde el consenso al igual que se hizo en la Constitución de 1978.