Obligados a hacer política

La presente legislatura de las Cortes Generales está resultando completamente estéril. Ni la acción legislativa ni la de gobierno pueden desarrollarse debido a la fragmentación de las fuerzas políticas. Una situación que puede convertirse en permanente.

Fachada del Congreso de los Diputados.
Fachada del Congreso de los Diputados.
Enrique Cidoncha

Hace tres años aprendimos a vivir sin gobierno y ahora estamos empezando a aprender a vivir sin política. Mientras presidieron el gobierno del país, hablar de Suárez, Aznar, Gonzaléz o Zapatero suponía hablar de las leyes y medidas que impulsaban, ya fuera para alabarlas, matizarlas o criticarlas. A pesar de las numerosas crisis a las que tuvieron que enfrentarse, no siempre con fortuna, y de las que ninguno estuvo exento, cada uno de ellos pudo desarrollar un programa de acción política lo suficientemente ambicioso como para definir su impronta particular y distinguirse como gobernantes. Esto no significa en absoluto que lo hicieran todo bien, tan solo evidencia que, con mejor o peor resultado, quienes protagonizaban por aquel entonces la escena estatal hacían cosas. Y eso es algo que ya no podemos afirmar tan categóricamente.

Superado el ecuador de la legislatura, el balance que arroja resulta desalentador: ha habido más escándalos que leyes aprobadas. Este último dato refleja con contundencia la situación de parálisis legislativa en la que se encuentra la política nacional desde las elecciones generales de 2015; un marasmo que la actividad del ejecutivo no ha podido hacer mucho por compensar, al estar igualmente limitada por la realidad parlamentaria. Se decía que la presente legislatura sería la del pacto o no sería y, de momento, el pronóstico se está cumpliendo. Tras la moción de censura, el panorama ha variado poco y en lo que sí lo ha hecho, no ha sido para mejor. Como oposición, el PP y Ciudadanos están intentando obtener el poder de forma muy similar a como lo consiguió Sánchez, sirviéndose más de las debilidades del rival que de las fortalezas propias. Dentro de un clima así, donde uno aspira a quedar por encima no por haber subido sino porque los demás han caído, no cabe esperar de los partidos mucha disposición a colaborar entre sí.

Pese a la solemnidad con la que se ha anunciado, el acuerdo presupuestario suscrito entre el PSOE y Podemos necesita de más apoyos, algunos de lo cuales pueden discrepar respecto a aspectos clave del mismo o imponer condiciones inasumibles, por lo que no hay ninguna garantía de que llegue a convertirse en algo tangible. Su concepción marcadamente bilateral dificultará su traslación a unas negociaciones multilaterales y de variado espectro ideológico.

El escenario descrito, aunque poco deseable, no sería demasiado preocupante si se tratara de algo transitorio. Sin embargo, las señales que se desprenden de la actualidad apuntan más bien en dirección contraria. Como ya sucede en Cataluña desde hace tiempo, si bien por motivos diferentes, corremos el riesgo de que la parálisis acabe cronificándose y trascienda de esta legislatura, convirtiéndose, de ese modo, en un elemento duradero del paisaje político español.

Solo hay dos formas para salir de este estado de abulia. La primera depende de que en unos nuevos comicios emerjan mayorías homologables a las del pasado, bien en solitario o, en su defecto, mediante emparejamientos no demasiado complejos. A tenor de las encuestas disponibles, es probable que no llegue a producirse, por lo que el problema se trasladaría de nuevo a la siguiente legislatura, como ocurrió en 2016, después de repetirse las elecciones. Aunque los escaños se distribuyan de un modo diferente, la clave estriba en si esas variaciones repercuten sobre la suma global que forman los dos grandes bloques existentes. Podría pasar que únicamente se modificaron los equilibrios internos de cada franja, beneficiando a unos partidos sobre otros, y que los bloques en sí continuaran igual, a salvo de un par de diputados hacia arriba o hacia abajo, insuficientes en todo caso para garantizar la autonomía parlamentaria de cualquiera de los dos lados. De cumplirse este supuesto, las fuerzas nacionalistas y regionalistas, una vez más, jugarían un papel crucial.

La segunda opción exige de los partidos un cambio de actitud basado en la asunción del contexto multipartidista. Estar dispuestos más a menudo a llegar a acuerdos como el alcanzado durante la tramitación de los Presupuestos Generales del 2018, desde el PAR, Ciudadanos, Podemos y el PP, para dotar a Aragón de 137,6 millones adicionales en inversión estatal. No se trata de renunciar a la ideología sino de extraer al máximo la esencia de la política como arte de lo posible. De lo contrario, solo quedará la política de lo imposible, es decir, nada. La discusión de los nuevos presupuestos supone una oportunidad para ensayar esta vía, ¿la aprovecharán?