Por
  • Ángel Cristóbal Montes

Un extraño invento del separatismo catalán

Carles Puigdemont en una imagen de archivo
Carles Puigdemont en una imagen de archivo
AFP PHOTO / Josep LAGO

Tanto el independentismo vasco como el catalán a lo largo de su ya dilatada andadura han dado muestra, entre otras, de dos llamativas singularidades: una que proclaman impertérritos las más extravagantes formulaciones políticas que cabe desbarrar (la nación catalana como la más antigua de Europa o la nación vasca como totalmente autónoma de cualquier otra plasmación nacional); y la otra, que nada los detiene o asusta a la hora de hacer ‘tabula rasa’ con las que son pautas normales y hasta obligadas en el mundo político occidental: por ejemplo Puigdemont hablando de ‘un Tribunal Constitucional deslegitimado y conchabado con el Gobierno del Estado’, o Arzalluz exaltando que Euskadi es el único territorio hispano no romanizado (¡peculiar mérito!).

Uno de los últimos singulares inventos del separatismo lo ha protagonizado el catalán con ocasión de la realización del ‘referéndum de autodeterminación’ del pasado 1 de octubre. Ante la imposibilidad formal-material de tener un censo electoral ordinario, los independentistas catalanes crearon ‘ex nihilo’ un particular y portentoso engendro: el censo global o universal. Todo el mundo estaba legitimado para votar en cualquier mesa electoral de Cataluña, para identificarse del modo que le pareciere y para utilizar cualquier material: papeleta impresa, trozo de papel escrito a mano o mecánicamente, con sobre o sin sobre cobertor (puede que, incluso, madera, metal o piedra).

Lo nunca visto en lugar alguno, ni siquiera en los más apartados y extravagantes rincones del mundo tercermundista. Absoluta ausencia de cualquier formalidad o garantía, marginación total de todo trazo de legalidad y barrabasada o payasada inmensa que convertía la supuesta votación en algo por completo ajeno al orden de las actuaciones democráticas mínimas. Cualquier elector podía votar cuantas veces quisiera en todas y cada una de las mesas electorales ‘constituidas’; no se daba seguridad alguna al recuento de votos y el carácter sagrado del sufragio democrático quedaba reducido a mera patochada.

Obviamente, en semejante escenario surrealista, irracional y absurdo el resultado favorable al independentismo estaba asegurado de partida, dogmáticamente. Más de dos millones de síes frente a un número que nunca se dijo (para qué) de noes. Derrota estrepitosa, contundente y aniquiladora de cualquier parecer político que tuviera la osadía y desvergüenza de sostener que en Cataluña no existe una clara mayoría a favor de la independencia. Con semejantes ingredientes, con tamañas anomalías y con tan vergonzosas trampas, la guinda final la acabó poniendo el separatismo oficial y partidista: el pueblo catalán había votado abrumadoramente a favor del nuevo Estado de Cataluña, las urnas habían emitido un claro mandato en dicho sentido, y, en consecuencia, el Parlament, no sólo podía, sino que debía proclamar, para cumplir dicho mandato, la República de Cataluña, algo que hizo en una fantasmagórica votación secreta en su sesión de 27 de octubre. Búsquese en los Anales del mundo democrático occidental un acontecimiento igual o similar al catalán recién producido, y el hallador, si lo hubiere, se hará acreedor a un gran premio histórico. Pero más sorprendente todavía: resulta que el lamentable acontecer político comentado sirve además para acreditar urbi et orbi la autenticidad y altura de la democracia catalana frente a la falsa y baja democracia española.

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