Por
  • José Luis de Arce

Las zapatillas de Rajoy

Rajoy sen una imagen de archivo.
Mariano Rajoy, expresidente del Gobierno

Me contaba mi padre, aficionado a los toros, que en una corrida memorable Luis Miguel Dominguín acabó su penosa actuación con una faena de aliño que le valió una gran bronca. Hasta tal punto molestó al diestro la pitada que se quitó las zapatillas, las sacudió de arena e hizo un gesto de adiós con la mano como diciendo que a esta plaza no pensaba volver jamás.

La anécdota sirve al propósito de mi comentario de hoy. Porque algo parecido le ha ocurrido al señor Rajoy: se ha quitado las zapatillas, las ha sacudido ante el público español y ha dicho, o al menos ha pensado, algo así como "ahí os quedáis". Luis Miguel hizo el gesto con desdén y chulería, muy propios de creerse el número uno, como proclamaba habitualmente en los medios levantando el dedo índice de su mano derecha; Rajoy lo ha de hecho de una forma más humilde y, creo sinceramente sin que yo sea un ferviente fan de don Mariano, mucho más elegante.

Un amigo me decía que la historia acabaría por hacer justicia con Rajoy, y creo que tiene razón. Sin alterarse lo más mínimo, sin mover un músculo, este hombre ha aguantado carros y carretas de insultos, críticas y vilipendios, una auténtica cacería hasta que eso que alguien llamó ‘las jaurías’ han acabado con él. Sería difícil para un hombre normal soportar día tras día el acoso al que ha sido sometido el hasta hace poco presidente del Gobierno, de modo que no es extraño que aborrezca la política, a los políticos y a todo bicho viviente y decida no volver a estos ruedos y reincorporarse a su trabajo de registrador. Dando una lección, a mi modo de ver, de cómo debe entenderse el paso por la política: al acabar tu mandato, te vuelves a tu casa y no te reenganchas a seguir viviendo de por vida a costa del Estado. Rajoy ha renunciado a pertenecer al Consejo de Estado, refugio de expresidentes y otros figurones; ha dejado el partido, sin sobresueldos ni intenciones de interferir; ha dejado el escaño en el Congreso, en el que podía haberse apoltronado tranquilamente a ver los toros desde la barrera. Y, para colmo de los más suspicaces, ha renunciado también al aforamiento como consecuencia última de ese sacudirse discretamente las zapatillas de la arena de este ruedo ibérico. Y se fue con la tranquilidad de haber devuelto a España un grado notable de prosperidad económica.

Así que don Mariano lo ha hecho bien. No necesitó exclamar en el hemiciclo, como lo hiciera en tiempos turbulentos José Calvo Sotelo, que sus espaldas eran anchas. Clavadas de puñales, rehiletes y estocadas se las ha llevado a Santa Pola a poner tierra de por medio y a curarse las heridas frente al mar, que siempre es un buen lenitivo. Me pregunto si un presidente de un país como España se merece esa tortura que suele acompañar día a día a su gestión; pero así debe ser la política cuando está plagada de envidias, recelos, sospechas y actitudes cainitas. ¿Cuándo aprenderemos que la política no es eso?