Por
  • Juanma Fernández

¿Quién ve 'Sálvame'?

Imagen de archivo del programa 'Sálvame Deluxe'.
Imagen de archivo del programa 'Sálvame Deluxe'.
Telecinco

Una de las peores cosas que pueden pasar en un grupo es que alguien se ponga a hablar de 'Sálvame' y haya uno que pregunte que qué es eso. Lo suele hacer con cara de perdido, de girarte y que se haya transformado en alienígena; como si le acabaras de hablar de la teoría perturbacional de la mecánica cuántica o, peor, de la vida privada de Chiquetete. El gesto, claro, tiene una intencionalidad: su cultura comprendida desde la abstracción, arrancada la sociabilidad; elitista y desapegada. Es una manera de marcar distancia con el pueblo: de las grandes derrotas de las clases medias alfabetizadas y con acceso rápido a contenidos culturales es ese grupúsculo no menor que es pueblo y siempre está rehuyendo de este. Hecho, por cierto, que los hilos de poder adoran.

La migración de esta alergia de lo popular (que no de lo chabacano, que, como ‘Sálvame’, se ha de paladear con gusto y perspectiva) se ha trasladado a la política con una confusión tremenda: por resultar formados ante el resto, o por disimular nuestras carencias, hemos creado un mundo ideal de mentira, sin debilidades, pasiones ni errores, del que exigimos que sean extraídos nuestros dirigentes. Las redes sociales, de nuevo, han sido el acicate para esta transformación de los honores, que ya no tienen tanto que ver con la ejemplaridad ética o legal como con un cordón sanitario que haya despejado al elegido o elegida de haber sido en algún momento humano. Casos de estos los hay de todo color: de la «pizza cojonuda» de Pedro Sánchez con sus colegas, al «¿llevarse el albornoz de los hoteles es robar?» del presidente de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido, pasando por el dimitido Màxim Huerta, exministro de Deporte que en su momento tuiteó que lo odiaba (al menos citó a Umberto Eco).

La perversión de este mundo de la imagen que contribuimos a crear es que además de no dar tregua al pasado ni admitir en el otro las debilidades propias, tampoco tolera el cambio de opinión ni los matices. El pasado personal impreso es una hemeroteca arrojadiza que machaca la capacidad de diálogo porque nuestros juicios están descontextualizados y ajenos a nuestro control. Es paradójico: cuando más libres nos creemos, más dañina resulta una libertad de expresión que no está acompañada de libertad de pensamiento.

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