Por
  • Víctor Orcástegui

Seguiremos en el barro

Pedro Sánchez durante la comparecencia tras registrar la moción de censura
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez.

Por alguna razón, en España las mociones de censura deben de ser una fruta primaveral. De las tres que hasta ahora había conocido nuestro Congreso de los Diputados, la primera se solventó en mayo, la segunda en marzo y la tercera en junio. La cuarta, que ocupará hoy y mañana al pleno de la Cámara, mantiene la tradición estacional, pero, a diferencia de las anteriores, comienza a debatirse sin que los ciudadanos conozcan de antemano cuál será el resultado.

La que presentó Felipe González contra Adolfo Suárez (en 1980) y la de Antonio Hernández Mancha contra González (en 1987) no pretendían derribar al gobierno, pues la relación de fuerzas parlamentaria no lo permitía, sino que eran maniobras para desgastarlo y para promocionar al líder de la oposición y elevar su perfil político. A González le salió bien; a Hernández Mancha, fatal. Y la de Pablo Iglesias frente a Mariano Rajoy, el año pasado, fue más que nada un ejercicio vano de exhibicionismo político.

En esta ocasión, el desenlace es incierto y quizá no lo conozcamos hasta el último minuto, pero hay muchas posibilidades de que la moción tenga éxito. Así que Pedro Sánchez puede convertirse mañana en el primer presidente del Gobierno español que llega a la Moncloa mediante el mecanismo constitucional de la moción de censura. Y Mariano Rajoy, en el primero que es destituido por el Parlamento. Mal broche para una de las más largas trayectorias políticas en nuestro país; Rajoy, contando ministerios y presidencia, tiene el récord entre los políticos españoles de permanencia en el gobierno.

La caída de Rajoy vendría también a confirmar la que podríamos llamar ‘maldición de los presidentes’. Todos los jefes de gobierno de la etapa constitucional han terminado su mandato en circunstancias dramáticas, cuando no trágicas. Adolfo Suárez, con la intentona golpista del 23-F; Leopoldo Calvo-Sotelo, con nuevas conspiraciones y el hundimiento de su partido, la UCD; Felipe González, entre los escándalos de la corrupción, fuga de Roldán incluida, y de la guerra sucia contra ETA; José María Aznar, con los terribles atentados del 11-M y sus secuelas, y José Luis Rodríguez Zapatero, en medio de la peor crisis financiera y económica sufrida en muchas décadas y agravada por sus desaciertos. Rajoy, aunque no sea desde luego el único responsable, dejaría a España sumida en la situación política más caótica y endiabladamente confusa que hemos conocido desde la Transición. Por lo visto, no hay manera en nuestro país de hacer un relevo presidencial en condiciones de normalidad.

Hoy se hacen cábalas sobre el sentido del voto de los partidos nacionalistas presentes en el Congreso. Una vez más, el destino de todos está en manos de pequeñas minorías, poco afectas además a la solidaridad nacional. Pero quizá lo que de verdad le interesa saber a la mayoría de los españoles no es si Rajoy pierde o si pierde Sánchez –seguramente, poco puede ganar en este embate ninguno de los dos–. Lo que nos importa es si las sesiones de hoy y mañana en el Congreso van a ser el punto de partida de un camino que deje atrás la gravísima crisis institucional en la que estamos sumidos. O si, por el contrario, serán solo un chapoteo más en el pantano que tiene atascado a nuestro país desde que las elecciones de diciembre de 2015 cancelaron el ciclo del bipartidismo imperfecto.

Sánchez y Rivera tenían la oportunidad de abrir una nueva etapa y de insuflar un poco de aire en un escenario político sumamente enrarecido. Para ello, se tendrían que haber puesto de acuerdo para formar un gobierno de transición y convocar elecciones. Pero, por lo que vamos viendo, desgraciadamente, triunfe o no triunfe la moción de censura, todo indica que vamos a seguir en el barro.