La sospecha

Zaplana, dentro de un coche tras ser detenido.
Detenido en Valencia Eduardo Zaplana en una operación contra el blanqueo de capitales
Efe

Empezamos a conocer demasiado bien la corrupción y sus múltiples caras. Quienes no conocen el mal, según dejó escrito Ben Jonson, no tienen sospechas. Y hace mucho que estas se cernían sobre Eduardo Zaplana. No tanto porque lo conociéramos a él, sino porque en este tiempo hemos visto muchas veces las oscuridades del paisaje en el que se había desenvuelto. El contexto nunca puede servir para sustanciar acusaciones contra nadie ni mucho menos condenas sumarísimas por las que en España hay cierta afición, pero propicia la sospecha. Y en este caso esa sospecha ha permanecido viva durante mucho tiempo porque lo cierto es que esta –y en eso tal vez pueda encontrarse cierto alivio– es una historia antigua.

Eduardo Zaplana, que ha cumplido 62 años, fue en su momento un símbolo, la ‘sonrisa del régimen’ aznarista, la expresión del fulgurante poder del PP valenciano. Fue presidente de la Comunidad Valenciana de 1995 a 2002 tras pasar por la alcaldía de Benidorm y en los últimos años había ido apareciendo en muchos de los márgenes de los sumarios judiciales sobre corrupción que han afectado a la política valenciana. De hecho, todos los perfiles del personaje estaban ayer listos en las redacciones de los periódicos.

Ocurre no obstante que la corrupción también impone sus cargas, igual que las impone el tiempo. Incluso los más escurridizos, que es un término que se empleaba ayer para referirse a Zaplana, envejecen. Según la Guardia Civil, el expresidente valenciano trataba de repatriar ahora el dinero de comisiones que habría cobrado en su etapa al frente de la Generalitat. ¿Qué sentido puede tener el enriquecimiento ilícito si no es posible disfrutarlo? El chófer de un ex alto cargo de la Junta de Andalucía lo declaraba ayer ante el juez: el dinero público de los ERE se lo gastaban en drogas y alcohol. Y en el fondo es la atracción fatal de ese sentimiento lúdico, terrenal, de la vida frente a la circunspección y la contención a la que habría de obligar el éxito del delito lo que arrastra al corrupto a su desgracia.