Por
  • Eva Sáenz Royo

Corrupción y olvidos

El extesorero del PP, Luis Bárcenas.
Uno de los protagonistas de los últimos casos de corrupción, Luis Bárcenas.
Efe

Decía Madison que no somos ángeles y que si lo fuéramos no necesitaríamos ni gobiernos ni leyes. La corrupción está indisolublemente unida a la condición humana. Como sociedad solo podemos esperar que esta tendencia nuestra se limite con el efecto persuasivo de las leyes y que, si no es así, se castigue como corresponda. El problema está cuando quien tiene que aprobar esas leyes coincide con su principal destinatario. He aquí que la condición humana aparece en todo su esplendor y da lugar al auténtico agujero negro de la corrupción en las democracias actuales: la financiación de los partidos políticos.

Desde el principio de nuestra democracia, el modelo de financiación de partidos políticos en España se diseñó sobre la base de la financiación pública con el fin de consolidar unas estructuras partidistas muy débiles y garantizar la igualdad de oportunidades. Esto no impidió el recurso a la financiación privada, basada más en los créditos bancarios que en las donaciones y caracterizada sobre todo por su opacidad. Las sucesivas reformas, aprobadas a golpe de escándalos, denotan, cuanto menos, poca voluntad por resolver los problemas detectados, demasiada laxitud a la hora de sancionarlos y muchos olvidos que permiten perpetuar las prácticas corruptas.

En el marco de lo que se vino en llamar por el Partido Popular un Plan de regeneración democrática, en el año 2015 se introdujeron reformas que trataban calmar la alarma social generada por los casos Bárcenas, Gürtel (ambos vinculados con el Partido Popular) o el del 3%, vinculado con la antigua CIU. En todos ellos la financiación de los partidos procedía de empresas que antes o después se beneficiaban de contratos con la Administración Pública, ocupada, eso sí, por cargos de esos mismos partidos.

Las reformas de 2015 introducen avances sustantivos, pero que quedan muy laxamente castigados e, incluso, desactivados por los correspondientes olvidos. Se introduce, por ejemplo, la prohibición de que las empresas puedan donar a los partidos políticos, pero se les olvida introducir dicha prohibición en período electoral o -¡ay!- se les olvida prohibir que las empresas donen a las fundaciones vinculadas a los partidos. Se reduce a 50.000 euros anuales el límite cuantitativo que pueden donar personas físicas, que, aunque es la mitad del existente anteriormente sigue siendo muy superior a los 1.000 euros fijados en Alemania o 7.500 euros en Francia. Pero es que, además -¡ay!-, se les vuelve a olvidar que no existe límite cuantitativo para estas donaciones a las fundaciones –casualmente se eliminó en 2012-. En fin, se prohíbe que los bancos condonen deudas a los partidos, pero se olvidan

-¡ay! ¡ay!- de poner un límite a los créditos bancarios o a la renegociación de la deuda, por lo que es posible una renegociación ‘ad infinitum’. Para rematar la regulación, además, el plazo de prescripción para la sanción administrativa (de máximo cinco años desde la comisión de la infracción) hace muy difícil que estas conductas, de realizarse, se sancionen.

Se tardó veinte años en prohibir las donaciones anónimas, que eran el principal foco de corrupción, pero cuando se prohibieron se dejaron otros focos de corrupción sin tapar, como la financiación a través de las fundaciones. ¿Terminarán los propios partidos haciendo una regulación eficaz? Esperen sentados. Como ya nos advirtió Madison, el autocontrol no existe.