Reformas de brocha gorda
No conviene llevar por sistema los litigios políticos a los jueces, pero fue insensato renunciar al juicio previo del Tribunal Constitucional en asuntos de gran calado.
Si se quiere alterar el motor del coche un intrincado complejo de mecánica, electricidad y electrónica, es mejor acudir al especialista antes, y no después, en evitación de desaguisados. Eso pretendió la Ley Orgánica 4/1985: si las Cortes estudiaban una ley del mayor rango (como un Estatuto de autonomía), podía interrumpirse el proceso, a petición de parte, para preguntar al Tribunal Constitucional (TC) si le veía tachas importantes. La consulta se llamaba recurso previo de inconstitucionalidad y, si era aceptada, el trámite se detenía hasta que opinase el intérprete supremo de la Constitución.
La Constitución pactada
La Constitución de 1978 fue una ley inteligente. No era solo democrática: otras lo habían sido ya. Así, la republicana de 1931. Pero quedó tan inaplicada y hasta tal punto desatendida por los grandes actores políticos que produce dolorosa conmiseración aquel periodo de escarnio constitucional.
En cambio, la Constitución de 1978 fue negociada, pactada y casi unánimemente aprobada por las fuerzas parlamentarias y votada por la población de forma masiva. La excepción (previsible) fue el nacionalismo vasco, que optó por un abstencionismo reticente, aunque no sin haberse asegurado bien de que las cosas que más le importaban habían quedado amarradas, según su habitual táctica de jugar a ganar o a no perder.
Los primeros pasos del nuevo estado fueron difíciles, pero no ciegos. Como había conciencia de la inexperiencia constitucional y democrática, se promulgó la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, que regulaba el Tribunal Constitucional (TC). Se introdujo una previsión interesante: si un proyecto de ley orgánica (como lo es un estatuto de autonomía) presentaba indicios de ser, en todo o en parte, contrario a la Constitución, podía llevarse ante el TC para que este se pronunciase y esto es crucial antes de su entrada en vigor. Retomando el símil, se prefirió contar con la opinión del especialista antes de hacer cambios en el motor del nuevo auto.
Legislar sin frenos
Este mecanismo hubiera ahorrado a España grandes quebrantos políticos desde 2006 si no hubiera sido suprimido poco después de su creación por una ley que, en 1985 y a impulso de Felipe González, derogó el mecanismo de recurso previo. Fue abatido con artillería pesada y retórica gruesa y desmesurada, por ser un "factor distorsionador de la pureza del sistema de relación de los poderes constitucionales del Estado, con consecuencias inesperadas y metaconstitucionales". Era una "grave fisura en el equilibrado sistema de relaciones" entre los poderes del Estado. Porque ¿quién era el TC para enmendar de antemano la plana a los legisladores, privándoles de ejercer "la plena conformación de la voluntad" del parlamento? Este diagnóstico tan abusivo quedó claro: el recurso previo era antidemocrático. No obstante ello, con gran desparpajo, el Gobierno salía ardorosamente en defensa del TC, que se veía "lanzado (sic) a una función" ajena al equilibrio de poderes. Para evitar esta desmesura que había sido aprobada por un parlamento anterior, del todo democrático, la ley derogó íntegramente, y "con carácter inmediato, el recurso previo de inconstitucionalidad contra proyectos de estatutos de autonomía (...)". Quedó, pues, anulada esa salvaguardia que tardó treinta años en resucitar.
Reformas por detectar
Con este precoz desarme, quedó la democracia española expuesta a lo que pasó: el TC hubo de pronunciarse sobre el Estatuto catalán de 2006, metido ya en una ratonera, pues hubo de hablar después y no antes de que fuera sometido a votación de los catalanes. Los cuales, como en toda votación refrendataria o plebiscitaria, no pudieron entrar en matices ni distingos: se votó (aunque poco) sí o no a la totalidad y ganó el sí. Menuda papeleta para el TC.
Alarmados por estas desventuras nacionales, muchos que predican ahora las reformas con brocha gorda la Constitución y la Ley Electoral y barra libre, no dijeron nada en veinte años sobre restaurar este recurso. Y cuando alguno como el socialista Benegas lo reclamaba, se le hacía callar. Finalmente, en 2015, quedó repuesto el procedimiento sin que nadie relevante lo acusara de antidemocrático. ¿Cuántas cosas más, que no son la Constitución, esperan reformas afinadas con pincel, no con brocha y nadie las detecta o las estudia?
Someter a juicio previo del TC una ley casi ultimada no es una injuria a Montesquieu ni a las esencias de la democracia, aunque en España se dijera lo contrario en 1985. Aquella miopía la hemos pagado, y la pagaremos, muy cara.
No es locura judicializar la (alta) política. Esto escribió Tocqueville en 1835: "Antes o después, son pocos los problemas públicos que no se deciden en forma de cuestión judicial". Y no siempre es malo que sea antes, porque más vale prevenir que curar.