Por
  • Alejandro E. Orús

Votos, personas y territorio

Algunos politólogos se han lanzado a cantar las perversiones de nuestro sistema electoral obviando, entre otras cosas, que es el mismo con el que hemos pasado del bipartidismo imperfecto al multipartidismo. Eso debería bastar para afrontar con cautela su reforma, pero coincide con una mala época para cualquier sistema por el hecho mismo de serlo. Hay quienes se quejan, según se ha visto, del idioma, que no deja de ser otro sistema, y tampoco faltan quienes critican hasta el sistema decimal.

La defensa de la reforma electoral no debería detenerse en sugerir rancios conciliábulos y complejos repartos de poder en los albores de la Transición, sino en la mejora técnica de una materia extremadamente delicada. La denuncia del contubernio, en variadas formas, es un viejo vicio del discurso público español pero la adecuada ponderación entre proporcionalidad electoral y estabilidad política no es banal y requiere de una finura que no acaba de apreciarse en esta tesitura.

Los líderes de la nueva política, con mucho interés propio en la causa, pretenden modificar normas con afán regenerador aunque sin calibrar claves que sustancian la realidad de España. Tal vez sin acabar de comprenderla. Las suspicacias que esto despierta en una tierra de desiertos como Aragón son lógicas. Es cierto que Madrid es la primera cantera de votos, pero no por ello ha de ser la medida de todo. Dámaso Alonso creó allá por 1940 una unión extravagante de censo y poesía con aquello de que "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)". Y con el mismo fundamento puede vincularse ahora el censo al vacío aragonés.

Que votan las personas y no los territorios es una verdad incontrovertible. Que urgen condiciones para que los habitantes de áreas despobladas no las abandonen e incluso lleguen nuevos, también. La posible mayor justicia de un sistema electoral no puede ir contra la justicia siempre pendiente de los territorios, que no necesitan de votos sino de personas. Una cosa, claro está, ha de llevar a la otra.