Los retos del Rey

Los grandes cambios vividos en la sociedad española han hecho que Felipe VI protagonice, con la mirada puesta en la Princesa de Asturias, un reinado muy distinto al de su padre.

Los retos del Rey
Los retos del Rey

De Carlos III, cuyo retrato preside por deseo de Felipe VI su despacho de trabajo, se dijo que era el rey más aburrido de Europa. El monarca, viudo durante prácticamente todo su reinado, fue un hombre austero y discreto, acostumbrado a las rutinas e impulsor a su vez de reformas y de obras públicas. Esas características, infrecuentes en la corte española, han otorgado a su figura una modernidad que casa bien con la de un rey en una democracia parlamentaria. Puede decirse que el aburrimiento que surge de la normalidad es, de hecho, una de las grandes virtudes a las que debe aspirar una democracia.

Es evidente que ser rey en el siglo XXI tiene poco que ver con la práctica de la monarquía en otros tiempos, a pesar de que la denominación sea la misma e incluso también, convenientemente delimitado por una Constitución, el oficio. Las liberalidades regias han desaparecido y se han contenido, salvo algunas vistosas excepciones en monarquías como la británica, el boato ceremonial y los oropeles. Hay claves de fondo, sin embargo, en las que la labor ideal de un rey no ha variado tanto. Lo demuestra la vigencia de algunos de los pasajes de ‘El Príncipe’, que fue escrito en 1513 por Nicolás Maquiavelo y que aún hoy sirve como paradigma de cualquier tratado político.

La titularidad de la Corona requiere en nuestros días de virtudes sutiles y de una destacada capacidad de ponderación que ha de ser compatible con la defensa firme de los principios que sustentan al Estado. Y eso no es distinto a lo que ya decía Maquiavelo en el siglo XVI. «Nada debe estimar tanto al príncipe como sus grandes empresas y sus ejemplos excepcionales», añadía. Es la naturaleza de esas grandes empresas la que ha cambiado definitivamente, no el ejercicio de la ejemplaridad. Los retos de un rey actual pasan por la seducción de una sociedad formada y crítica, esa es la gran empresa monárquica en la era de la información. «La mejor fortaleza que pueda darse -escribió Maquiavelo en el sentido estricto de fortificación- es el amor del pueblo».

En el caso de Felipe VI no hace falta remontarse a la antigüedad para establecer diferencias. El comienzo del reinado de su padre fue excepcional por las circunstancias excepcionales de España. Y de lo extraordinario de esa época, que conllevó no pocas incertidumbres también para la Corona, Juan Carlos I supo extraer virtudes propias. La Constitución, único lugar en el que reside la legitimidad del monarca, fija para él dos grandes tipos de funciones: representativas y simbólicas, y arbitrales y moderadoras. Son áreas específicas y susceptibles de gradación, pero no menores. Es un carácter que viene determinado por su íntima ligazón con la ‘auctoritas’, que adquiere tanto por su posición al margen de las luchas partidistas como por la estabilidad de la que goza el titular de la Corona en la jefatura del Estado. La transparencia de la Casa Real y la austeridad, en las que se ha ido avanzando con decisión, ya no son cuestiones susceptibles de un deseo más o menos firme, sino requisitos indispensables de esa ejemplaridad regia.

El prestigio del Rey y su proyección internacional le confieren también un valor extraordinario para la acción exterior del Estado, lo que se ha venido en llamar la marca España, y es en ese aspecto, junto al mando supremo de las Fuerzas Armadas, donde tal vez pueda apreciarse mejor la continuidad en relación a Juan Carlos I.

Suele destacarse que Felipe VI se ha formado al lado de su padre como rey constitucional, lo que le ha permitido conocer habilidades de esa amplio campo que es la capacidad de mediación del jefe del Estado que de otro modo, por sus características, hubieran sido de difícil aprendizaje. Pero es indudable que la reina Sofía, con una estrecha relación con otras casas reinantes, ha ejercido también una gran influencia a la hora de forjar algunas de las virtudes del actual monarca.

Felipe VI ha comenzado su reinado con dos grandes asuntos sobre la mesa que ponen a prueba su destreza: los relevantes cambios del mapa político y el desafío soberanista de la Generalitat de Cataluña. En ambas cuestiones la capacidad moderadora del Rey alcanza un valor extraordinario como instrumento constitucional y de defensa efectiva de la democracia. Es, de hecho, como símbolo de la unidad de una España diversa, un actor de primer orden y así lo ha demostrado. En este sentido, y más allá de la gravísima crisis catalana, el reto de Felipe VI es constante. Si se hace con acierto, la idoneidad de la Corona en este aspecto resulta patente. De hecho la institución monárquica ya ha demostrado su utilidad como vínculo supremo de países y culturas en diversos contextos y etapas históricas.

El Rey cumple 50 años bien asentado en la Corona, con una conciencia plena de sus deberes y de lo que le exige una sociedad que ha evolucionado mucho en pocos años. No se deberían esperar acontecimientos extraordinarios -no es propio de ninguna monarquía- que refrenden su cargo. La dificultad estriba precisamente en mantener el aprecio mayoritario de los españoles a través de la normalidad y, a través de ella, casi como consecuencia natural, robustecer la monarquía.

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