Los problemas de Felipe VI

Los problemas a que se enfrenta España son los que más afectan al Rey. En otras latitudes no se da por descontado que las preocupaciones de los jefes de Estado sean las de sus países. Felipe VI ya ha dado algunas pruebas de su actitud.

El rey Felipe VI, el pasado miércoles en el Foro de Davos.
El rey Felipe VI, el pasado miércoles en el Foro de Davos.
Efe/Laurent Gillieront

En el cumpleaños del medio siglo de vida del jefe del Estado, es aconsejable, además de inevitable, la comparación con su padre y predecesor. La jefatura dinástica refuerza ese método de análisis. Surge, de inmediato, el hecho de que ambos comenzaron a asentar con fuerza su perfil al enfrentarse con talante decidido a sendos golpes de Estado: el que, en 1981, tuvo por mascarón de proa a un ruidoso figurante, insensatamente armado con una pistola; y el que, en 2017, ha tenido a un conjunto no menos histriónico ni insensato de políticos secesionistas en Cataluña por instigadores y actores.

El mérito histórico de Juan Carlos I, como heredero en la jefatura del Estado de un dictador militar, fue, sin duda, encabezar una monarquía parlamentaria basada en una Constitución de consenso. Para ello, aceptó para la Corona funciones que, sin ser irrelevantes, no eran ejecutivas; y cooperó de forma activa con quienes querían la plena y rápida incorporación al sistema de la izquierda política, sin excepciones ni tabúes. A la vez, capitaneó la conversión de las Fuerzas Armadas en un organismo por entero constitucional, papel este en el que nadie podría haberlo suplido con igual eficacia y en plazo eficiente.

Felipe VI ha heredado, por lo tanto, problemas de otra índole. Entre todos, el separatismo es el que le plantea hoy un desafío mayor, pero de sentido opuesto, pues no requiere integración y apertura, sino oposición y rechazo. El Rey no puede, porque no debe, integrar ninguna variedad de secesionismo golpista, ni amagar siquiera en esa dirección. Es un ámbito que no admite medias tintas y en el que ha actuado de un modo resuelto, rápido y retóricamente claro, para hacer comprensible su actitud, y la que deben mantener las instituciones, dentro y fuera de España. Y sin confundir la aspiración independentista como meta política con la acción ilegal para lograrla. En esa intervención, hasta hoy la más característica de las suyas, no tomó la vía del españolismo descomunal: esa demagogia ha quedado para el nacionalismo tópico y rancio y, paradójicamente, para el populismo radical de izquierda, que ocasionalmente predica la exaltación patriótica.

El Rey no puede, ni debe, aceptar ni siquiera en dosis mínimas actitudes golpistas e ilegales
Suele decirse que los discursos regios -mucho más numerosos de lo que parece- son consabidos. En el caso de Felipe VI, unos cuantos desafían el tópico. Muestran opciones reflexivas por ciertos valores no ya constitucionales, sino éticos, que no son de obligada exhibición. Como muestra puede tomarse uno reciente sobre la libertad de expresión. Recordó el Rey cómo, en 1810, en plena lucha contra Napoleón, las Cortes, arrinconadas materialmente en la gaditana isla de León, aprobaron la Ley de Libertad de Imprenta incluso antes que la propia Constitución de 1812, la primera liberal de Occidente. Tras este apunte, el discurso extraía un corolario: las libertades de expresión, información y opinión dan cuenta por sí solas del estado político de España. Y, si la etapa que va desde 1977 hasta ahora mismo brilla sin discusión por los niveles alcanzados de bienestar político y material, debe tenerse presente en qué medida un régimen de libertades está en el sustento de esa mejoría. Por ende, no es concebible corregir sus deficiencias a partir de presupuestos que no sean los de mantenerlo y mejorarlo.

En fin, el Rey ha sobrellevado con comedimiento y sin flaqueza de ánimo las reprobables conductas de miembros de su familia, incluida la dolorosa distancia oficial con su hermana Cristina; ha sorteado con humor y templanza las aristas de carácter de su esposa; y ha pasado por alto desaires públicos contra su persona, sin ánimo visible de desquite. Los errores paternos en el ámbito privado le han servido claramente de enseñanza, pero no le han hecho mostrarse desabrido con don Juan Carlos, actitud equilibrada que los españoles han comprendido bien.

Ya hace mucho tiempo que se llamó ‘accidentalismo’ a la discusión doctrinal sobre la forma de gobierno: el debate entre Monarquía y República fue sustituido por otro, de mayor interés, entre absolutismo y dictadura o constitución y democracia. Está claro en qué lado milita el Rey.

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