'Cui prodest?'

El predominio de los criterios de rentabilidad económica y competitividad ha desnaturalizado las universidades. El afán de conocimiento y el pensamiento crítico están siendo sustituidos por los imperativos del mercado.

En octubre de 2010 se publicó en Reino Unido el Informe Browne: "Asegurar un futuro sostenible para la educación superior: una revisión independiente de la financiación de la educación superior y las finanzas de los estudiantes". Socapa de sostenibilidad se quebraba el ‘principio Robbins’ de 1963: estudiar ha de ser posible para todas las personas donde concurran capacidad y logro. Así se transmutaban objetivos, herramientas y controles. Esto es, de formar una ciudadanía crítica, a la formación de profesionales adaptados al mercado laboral; de la universidad creadora del conocimiento de vanguardia, a una institución proveedora de servicios de formación a consumidores; y de la autonomía guiada por la excelencia, a los rankings mundiales homogéneos y descontextualizados. De ese modo, la función de la universidad pasa a ser trivial, común, insustancial e incluso suplantable.

En España vivimos un cambio similar de paradigma. Primero, creando un sector económico de educación superior sujeto al juego de las empresas de servicios: rentabilidad y competitividad. Segundo, instrumentalizando la formación para que su destino sea el mercado laboral, quien al final dicta las reglas. Tercero, degradando política y administrativamente el sistema, adquiriendo protagonismo absoluto el coste de financiación de los estudios universitarios y de las universidades.

‘Cui prodest?’ ¿A quién beneficia? Uno, a la creación de un sector privado universitario competitivo económicamente con respecto al sector público, trasladando el coste real de la enseñanza al ciudadano y ofreciendo el mismo servicio asignado al sector público: el acceso al mercado laboral. Dos, al proceso de extinción de la clase media intelectual que se une a la de la clase media social, evaporando la formación integral de personas cultas y críticas, generando una sociedad fácilmente controlable y manipulable. Tres, ‘a los mercados’ que no quieren personas ‘sobrecualificadas’, garantizando la clientela del sector formativo, pues se deberán visitar varias veces las aulas a lo largo de la vida, cada vez más precarizada y desigual.

En los últimos años se ha ‘transformado’ la universidad en todos los países utilizando el viejo método de arrasar con lo existente, sin tener preparada la sustitución. Se han usurpado el debate serio en busca de los errores, el análisis de soluciones posibles y la búsqueda de pactos políticos que trasciendan el día a día. En su lugar se ha procedido a lo que hoy tenemos. Hemos olvidado que solo puede haber democracia cuando la ciudadanía está formada, con suficiente espíritu crítico, para ser responsable de su libertad. Hemos caído en la trampa de la banalización del saber, del hecho esencial de cualquier universitario: la pasión por el estudio y el conocimiento. Una tarea individual que ha de trasladarse a la sociedad.

Si lo anterior hacía referencia a los estudios universitarios, ‘mutatis mutandis’ podemos trasponer los argumentos a la investigación en la universidad. Hoy se mide y se clasifica a quienes investigamos. Se construyen indicadores para ordenar la producción. En el fondo es resultado de más banalidad y de la torpeza de quienes se emborrachan con la difusión y publicación de sus resultados, con las pruebas circunstanciales que crean ese objeto medible, olvidando su función social. Y al cuantificar y medir, aparece la industria de la investigación, donde se aplican criterios de rendimiento, de productividad, de impacto. Ahí, como en cualquier negocio emergen campeones y derrotados, dentro y fuera de la universidad. Y lo que es peor, la estabulación, a modo de ganadería intensiva, de unos eficaces (neo)siervos de la gleba, mendicantes de más financiación para seguir corriendo cual hámster enjaulado. Esto, para regocijo de quienes están ganando la partida porque hemos mordido el cebo. Se doblega el espíritu crítico, se desactivan las universidades cayendo en el foso de la hiperactividad obediente que estudia no se sabe para qué. En algún momento hemos de preguntar qué estamos construyendo, qué investigamos y para quiénes. ‘Quo vadis Academia?’