'En cap cap...'

La sociedad catalana está partida. Los resultados de las elecciones del 21 de diciembre son muestra fehaciente de ello. La grieta viene de lejos. Ha sido alimentada sin denuedo por los sucesivos gobiernos autonómicos. Los medios de producción simbólica han estado al servicio de la independencia. Se ha cultivado hasta el paroxismo la diferencia que separa, haciendo de cada detalle particular un trozo del muro con el que trazar una frontera. Se ha peleado contra la singularidad que une, destrozando puentes que permiten la hibridación y el mestizaje. El Parlamento catalán, desde la Transición, ha tenido un perfume marcado por el nacionalismo catalanista que ha propiciado ese caldo de cultivo. Sin embargo, nunca antes, como en 2017, las tensiones y las diferencias habían llegado tan lejos. Hoy la sociedad ha quedado fragmentada y enfrentada por emociones y sentimientos identitarios, cada vez más carentes de racionalidad crítica. El horizonte político de nuestros vecinos catalanes se ha convertido en un problema para ellos mismos, pero también para el resto de españoles y europeos.

¿Qué nos deparará el año 2018? Las gentes de bien seguro que esperan la recuperación de la calma, la superación de las controversias y una cotidianidad centrada en lo trivial. Es decir, mejorar la calidad de vida, conseguir buenos salarios, servicios públicos de calidad y consumir cada quien lo que su bolsillo le permita. En esa forma de entender las cosas la cuestión identitaria queda relegada. No interesa. Son más importantes el bienestar, la seguridad y la libertad. Sin embargo, también hay gentes con gran corazón y de valores encomiables que ponen por delante, en sus preferencias, su identidad y emociones. Desde esa perspectiva, lo primero es su Cataluña independiente, aunque sea una mera fantasía en un mundo globalizado. Si esos deseos y pasiones siguen creciendo, será difícil encontrar el equilibrio perdido. No será suficiente con aplicar la ley constitucionalmente construida, con la celeridad que faltó en su momento. Ni valdrá con invocar la democracia, como si fuera una diosa que otorga sus dones a una ciudadanía emocionalmente adocenada. De hecho, ‘la’ democracia solo es un sistema de toma de decisiones, donde el juego de mayorías y minorías, para que funcione, se ha de ejercer y pactar siempre en el ejercicio crítico de responsabilidad individual. Cuando se camufla bajo forma de pueblo que reclama un nosotros propio, es una trampa que conduce a la intolerancia, al oportunismo y la primacía de unas élites sobre la gente común. Una trampa de la que es muy difícil librarse sin ir contracorriente.

El 2018 o es el de la sensatez o será el año de la tragedia. La arena política catalana está abonada para la violencia. Aunque las opciones más radicales no han conseguido triunfar, la radicalización del catalanismo en la dirección secesionista presenta signos de enquistamiento nada fáciles de gestionar. El tejido social en todas sus capas muestra signos de estrés y tensión. Por un lado, la atmósfera simbólica se ha hecho irrespirable para quienes no interesa ese ‘hecho diferencial’. Por otro, quienes han impregnado su ‘seny’ de una fatalidad identitaria se empecinan en conquistar el sueño de una república independiente e inviable. Estos insisten en apropiarse de su nosotros y cerrar la entrada a cualquiera que no ‘piense’ igual. Excluyendo y usando a España, durante demasiado tiempo, con políticas irresponsables orientadas solo a obtener réditos a corto plazo.

Se han saqueado las arcas públicas y se han tomado decisiones para justificar el enfrentamiento. Estamos en un punto de inflexión y reflexividad. Necesitamos pensar como ciudadanía inteligente a la que no se puede manipular y actuar en consecuencia. Pero también necesitamos verdaderos estadistas capaces de navegar en medio de esta galerna para salir de la farsa. No será sencillo. Como dice el trabalenguas, ‘en cap cap, cap cap cap’; en ninguna cabeza, cabe ninguna cabeza.